La noche de los libros despierta de madrugada. Cuando al alba decide la Musa cerrar tomos y limpiar placenta de metáforas para quebrar, por fin, el último capítulo ya no se resiste. Es entonces cuando un sujeto con pijama se arrima pálido al calor del lecho, con la mente sudada en prosa para cabecear sueños que anhelan empezar su guión desde el residuo de las últimas líneas. Comienzo de actividad interna que durará seis horas, como mucho, donde nuestro héroe se desvelará varias veces al compás de la paz sinuosa que exhala de la respiración lúcida de su amante. Durante esos intervalos, la Musa le extiende entre sombras la libreta virtual para que apunte, bajo la ceguera de las gafas de cerca, un esbozo de lo que ha visto en el reino de Morfeo. Esta actividad se hace regularmente, ya que sabe que el destino del trabajo del día que asoma depende de estos hechos. Importancia doble, por la disciplina que impone  la atención del recuerdo y por la búsqueda imposible de un sentido, que habrá que forzar o dejar abierto con notas suspensivas.

En un momento determinado la luz entra por las persianas y rompe definitivamente el sueno. Todo lo que ha pasado en esas escasas horas ya ha marcado el día, lo saben ambos bien. La Musa da un salto y descorre las cortinas del salón mientras observa a su víctima desayunar vivido y con cansancio satisfecho. Una colación se sirve acorde al esfuerzo: huevos, morcilla, alubias, tomate y torreznos. El gran café cargado les anima a salir a la realidad, campo de juego del misterio. Pasearán de la mano asombrados por lo que ven, alucinado ante la vida y sus habitantes. Primera estación: la Concepción, la segunda el ángel caído. Todo está en línea recta, de paso, y el artista sabe que hay que poner velas a Dios y al diablo, que ambos lo agradecen. Tras los saludos pertinentes acaban al otro lado del bosque, justo a tiempo donde le esperan otros sujetos con parecidas ojeras y tembleque en la mano. Es el equivalente a la parada de metro de las periferias centrales de la urbe. La gran familia yonqui se une en adicción. Allá piden sustancias, a esta orilla algo más peligroso: libros.

La Cuesta de Moyano es un tobogán espiral que acoge cabañas grises. Una cofradía ya espera temblorosa a que lleguen los capos del negocio. Se van oyendo el gemido de las persianas y cada uno elije su puesto. En el más popular se hace corro a medida que aumenta el amarillo de la emoción y el mono de no haber pisado las retinas en el campo blanco y negro de la realidad. Llega un hombre con boina y mono de trabajo, se sienta en un pequeño tablero de madera. Un asistente de igual uniforme llega desde una furgoneta portando cajas de cartón. Los adictos observan ya con ansia esas cajas moviendo inquietos las pupilas. La primera se coloca entre las piernas del rey que, agarrando una navaja entre sus manos de ganadero, se dispone a abrir el contenido del bulto. El personal ya está en corro perfecto, organizado en silencio sepulcral cuando las manos descorren el cofre. Se hace un suspiro invisible cuando aparece un primer volumen, borroso de sepia y letras góticas en que la palabra filosofía sale a la luz. ¡Cinco!, grita, el hombre, juzgando mientras da a su criado el tomo que coloca en un apartado. ¡Tres! Exclama al siguiente, más pequeño y peor encuadernado. La ceremonia ya va en la segunda caja. Segundo bombo de la lotería de las letras que dejan ya tres montones de libros alrededor del juez. Los yonquis de las letras ya se agitan observando su mercancía. Han ojeado ya su interés y alguno no puede esperar y… compra. El hombre de la boina da órdenes a su lacayo para se lo ofrezca en una bolsa azul mahón y se lo de al cliente. Este se retira a un banco, con su musa y saca la mercancía con mimo. Las palmas de sus manos acogen al libro como si fuera la Comunión, delicadamente abre sus hojas y sale una ráfaga de polvo de cualquier monasterio, biblioteca, salón o donde haya estado reposando el volumen. La aspira sin querer haciendo que se le pase el síndrome. Entonces, él y su Musa se adentran en el bosque para leer páginas leídas, amarillas de tiempo y huellas de ojos que se han dejado un comienzo de ceguera en ellos.

Leen juntos y la Musa le va besando el cráneo mientras murmulla maldades bellas que le van poniendo las neuronas en celo. Pasan horas, no sabemos cuántas, y el libro se va haciendo vida en su cabeza, ideas en sus manos, cambiando la visión cuando, en un momento determinado, se le ocurre levantar absorto la vista del mundo de las letras. Respira hondo mientras la Musa le acaricia su mano derecha y le ofrece su tableta. Entonces el hombre deja el libro en la bolsa azul, enciende su maquina diabólica y, con una sonrisa extraña y propia, comienza a escribir.

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