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Se acabó la gira latinoché de Jorge Bergoglio en la América Española, con perdón. Tras la batería de titulares que nos han asaltado tanto por la prensa secular como por las excepciones católicas, estas últimas mayormente extranjeras, podemos concluir que el Santo Padre ha estado feliz, en su salsa, provocando el delirio de las multitudes populares, simpatía entre el mundo escéptico y generando, no poca tristeza y desconcierto, en gran parte de los católicos ya de por sí bastante desconcertados.

Con estas reflexiones, me acerqué a misa de 12 el domingo en mi querida Gijón. Me esperaba la imponente Basílica del Sagrado Corazón, conocida como la “iglesona”, fastuoso templo diseñado por y para la Compañía de Jesús donde ejercieron los compañeros de Bergoglio una extraordinaria actividad desde principios de siglo, sólo interrumpida traumáticamente en el paréntesis de la persecución religiosa sufrida desde su saqueo y destrucción en los años 30 y posterior uso como galeras por el ejército republicano, hasta su liberación hacia el final de década tan sangrienta. La preside desde lo alto un monumento al Sagrado Corazón y, en su amplio interior, con media entrada de fieles, el sacerdote comienza y concluye el Sacrificio en la lengua madre. Todo es acogedor en este espacio, a juego con una ciudad que sabe a hogar y que nos recibe con temperatura habitable para el cuerpo y alma.

Se ha leído este día el Evangelio con Jesús otorgando autoridad a los Doce sobre espíritus inmundos mientras predicaban la conversión. Al terminar la Lectura se hace un breve silencio que espera al párroco entonar: “España tiene un alma católica desde el principio, desde el siglo I, aunque a algunos les moleste”. Lo dice desde una voz cristalina y dura, portadora de emoción y crítica con la que canta en clave gregoriana y vocaliza verdades. Hace a continuación un repaso de lo que significa el catolicismo para entender a España hasta que, inevitablemente, se detiene en el siglo XV y XVI para decirnos que le duele el corazón.

Lo sabía, porque nos adivina que todos nos duele, y la mínima pausa del silencio habla a gritos. Le duele el corazón al padre por las palabras que acaba de escuchar al Papa Francisco referente a su desprecio hacia la Conquista española en América. No solo a él le duele, sino que pone como ejemplo “a una persona mucho más moderada y tranquila” como él mismo que es Paloma Gómez Borrero, la cual, tras las palabras de Francisco manifestó su dolor públicamente.

Continúa el Padre, preguntándose, ¿si esto se condena con tan poca misericordia y sin fisuras, quien va a condenar los miles de sacrificios humanos que, en pleno siglo XV al llegar los españoles hacían los incas, por ejemplo? ¿A quien hay que pedir perdón y culpar en ese caso? ¿Es que todo lo que  ha hecho España en América no merece más que desprecio, sin ningún tipo de explicación más que la frase radical que sintetiza esa farsa tan asumida llamada la leyenda negra?

La feligresía asiente en silencio y la homilía se multiplica ante la espléndida acústica del templo. ¿Ante esa comprensión tan extraña de lo que significa un símbolo ideológico que ha causado millones de muertos como es la hoz y el martillo a la cual se mezcla con la figura del Cristo, no muestra la mínima comprensión con la labor de los españoles? ¿Es que no se acuerda Su Santidad de la explícita condena que, a la independencia de los pueblos americano, hizo Pío VII en su Encíclica como consecuencia de fuerzas alentadas por la masonería anticatólica?

El templo adquiere otra dimensión. Miro hacia la cúpula me doy cuenta que estamos en un espacio presidido por un Corazón Sagrado que hoy acoge, más que nunca, corazones rotos. Homilía expuesta con tanta lucidez como dolor y que quiere terminar, antes del “ite misa est” con el consejo de Melchor Cano pidiendo rezar por el Papa antes que alabarlo.

Afuera hay un sol de domingo y marea alta. Hay misas que duran más de media hora porque el eco de las verdades traspasa los muros del templo. Me acuerdo de mis queridos Carlistas cuando, en otra circunstancia difícil reaccionaron con tradición y talante hispano cuando ofrecían sus oraciones por la conversión del Papa León XIII. Yo hago lo mismo, me olvido de cualquier tipo de petición personal y me centro en algo más importante: la conversión de Jorge Mario Bergoglio. La cristiandad necesita al Papa Francisco, con un corazón en Cristo, guiado por el Espíritu Santo, que camine con los Evangelios y el Magisterio de la Iglesia y, con Dios, siempre y en todo.

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