Veo por fin el discurso del Representante de la Casa de Borbón en España. Tarde, pero a tiempo. Estos días de tanto trajín es lo que tienen, encima con invitados en el castillo, brindis en la Meseta ejerciendo de Cicerone, uno no puede estar a todo.

La verdad es que no soy muy aficionado a este tipo de charlas y, de hecho, creo que nunca he visto uno entero y, cuando lo he visto, he desconectado mentalmente casi al principio.

Esto de desconectar no es nuevo, aviso, me pasa con la mayoría de las personas con quien hablo. Mi atención a lo que se dice disminuye dramáticamente a partir de las dos primeras frases hasta que a partir de la quinta pongo el piloto automático en mi mente que, básicamente, supone sonreír educadamente, esbozar un rictus de atención fingida, gesticular en función de los gestos de mi interlocutor y asentir cuando no queda otra no vaya a ser que te repita el rollo.

Esta actitud, tan honestamente descrita, no supone una falta de respeto en lo personal, no lo crean. Es que considero que cada vez se oyen menos cosas interesantes y todo ya van siendo más frases hechas que, por mucho que se estiren no dan más de sí. Por otro lado, tampoco crean que estoy inactivo, o quedándome dormido cuando estoy en estas “conversaciones”. Al contrario, mi atención se desarrolla hacia otros aspectos más allá de la palabras, como son el tono de voz – la conversación entonces se convierte en una partitura de cinco notas, como mucho – o los gestos del rostro, o, lo más importante, el marco estético de la charla que, normalmente, dice mas del discurso que la propia verborrea.

En el caso que nos ocupa, tras la desconexión casi inmediata. me llamó la atención el sofá. Si, el sofá. Mueble que advertimos esbozado en la primera parte del discurso para desarrollarse en plano general unos breves minutos más tarde. El sofá, nuevo trono, quizá diván Freudiano, único mueble real de un conjunto improvisado en la decoración, divide todo el escenario, convirtiéndose en la frontera entre universos: el imaginario del Rey actual que se acompaña de retratos de parienta y chavalas con una incómoda flor de pascua y ventana con lucecillas y, al otro lado del trono, muy apartado, fuera de juego,  los recuerdos como trastos viejos que se amontonan: la bandera, foto del padre y Belén de cristal posmoderno regalo de algún familiar que le ha dado por el catolicismo.

 Desde la otra orilla del inmenso mueble aparecen lejanísimos estas reliquias, ya tan fuera de moda para el minimalismo reinante. El sofá del living room se convierte así en barrera liberadora, túnel del tiempo donde el inconsciente se abre para parir al nuevo hombre que mata símbolos y se deshace de lastres. Da la impresión de que Felipe VI ha estado bastante tiempo estirado en ese mueble, psicoanalizado por la doctora Letizia Freud, y que se acaba de levantar para sentarse en su silla, tan formal, y ya está al otro lado del sofá, liberado y a lo suyo y nos lo dice claro con gestos.

Por tanto lo dicho en el discurso y mi falta de atención son compatibles y los dos lo sabemos. El mensaje es claro: el nuevo trono es un diván que dirige al inconsciente entre amnesias y utopías colorines encuadrado en una sala virtual recién decorada para no durar mucho. Exacto, eso es la nueva España.

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