“La democracia encontrará la fórmula de la gobernabilidad”

Doctor Pedro Sánchez

Me acuerdo en aquellas vacaciones de siglo XX cuando en los puertos de costas bravas, aparecían en el paseo unos tipos con melena quinqui. Colocaban sin avisar una mesa plegable con tres cucuruchos de plástico mientras vociferaban: «¿dónde está la bolita, dónde está la bolita?». Inmediatamente a su lado aparecía curiosa una pareja de guiris ensimismados que señalaban tímidamente una opción para ver… que ahí no estaba la bolita. Pasaba una y otra vez hasta que se interrumpía la fiesta con la llegada de unos policías (les llamábamos «maderos» por ir de caqui), que a gritos y al galope hacían abandonar la diversión. Este paisaje humano entrañable, que decoraba el último tercio de siglo, se ha profesionalizado hasta sofisticarse en un artefacto llamado «democracia española». 

La idea del juego está siempre latente pero lo vemos muy visible en jornadas como ayer tras los resultados electorales y sobre todo hoy. Me resulta una mezcla de pena, ternura, nostalgia, ver extrañarse a un pueblo que,tras introducir una papeleta en urna no se entera aún de qué va el jueguecillo. Llevo un día escuchando sesudos análisis, teorías de bloques, estigmas de bloqueos, cálculos infinitesimales con calculadora científica que no llegan a sumar la cifra 176… Y lo grave es que se lo toman muy en serio. Mucho más que aquellos guiris que, arrascándose la cabeza, no apartaban la vista de los cucuruchos para ver, qué raro, que la bolita no estaba allí. 

Hoy, siglo XXI, unos dicen que la bolita azul no acaba de salir porque se han distraído con la verde, éstos últimos no ven que el color no es ni mucho menos de esperanza, sino de pardillo tirando a flúor. Los de la roja, que ya ni siquiera la buscan, quieren que les valga la rosa y la morada. Además hay una gama muy bonita de canicas arcoiris que anima mucho la mesa. El juego funciona porque el público no es capaz de levantar la vista de la mesa y desde esa postura agotan todo sus sentimientos, porque en el fondo todo el mundo juega a este peculiar casino. No alcanzan a ver que la bola no está, nunca ha estado pero pueden jugar eternamente hasta quedarse sin nada. El problema es que no pueden dejarlo porque dejan de ser «alguien». Se les ha dicho que hay que jugar, sí o sí, porque (y ahí está el truco) se les ha convencido de que el juego es suyo, que tanto la mesa como los cucuruchos son suyos, las bolitas son suyas y ya no es que estén obligados a jugarlo, sino que sin esa mesa se quedan huérfanos de sentido.

Que hoy en la «mesa» España, no se vea que la misma palabra España ya no existe porque tiene una deuda impagable y que pertenece a los trileros, que se asuma que sus hijos, mayormente únicos, ni siquiera son suyos, sino que desde los pocos meses ya no les pertenecen y se les vende que la escolarización de 0 a 3 meses es un éxito (o si les pertenecen hacen una labor de mascotas para distraer una soledad monoparental que va camino de un suicidio con coartada trans). Que no adviertan que su futuro profesional no es un callejón sin vocación y la miseria de lo que que ganan apenas les da para vivir un finde de Netflix y que, en suma, en el espacio de menos de medio siglo sus «ideas» contradicen a la visión que su árbol genealógico ha llevado toda su existencia y que, entre otras cosas les han permitido vivir hasta hoy (cosa que ellos no podrán conseguir con su hijo)… den ganas de llorar. 

Miren, la Política es fuego pero en un sistema mediocre y criminal, es un juego diabólico. De ser Arte a ser Trile, no hay más que elegir un buen envoltorio. Y aquí el envoltorio, es sagrado, no se discute. Posiblemente porque ya ni las iglesias son sagradas, que eso es otro tema.

El Trile se envuelve en una Matrix de la que no se puede salir porque ni se puede ni se nos ocurre y nos va a matar encima con cara de tontos. Porque hay que saber morir con el  corazón que, como todo el mundo debería de saber está en la cabeza, no como esos guiris que miran los cucuruchos a ver si la puta bolita está ahí.

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