Anoche soñé con Malahide. Eran las cuatro de la mañana y estaba profundamente despierto. Yo sólo sueño despierto, lo cual es una ventaja para interpretar la cantidad de información que se nos revela a esas horas. En esa disposición estaba, cuando me dejé arrollar por la verdad sin formato que, a semejanza de fotos RAW, esperaba desfilar por mi conciencia.

El onírico color de blanco y negro era exactamente como el de aquella tarde después de la tormenta: las arenas pardas y el mar verde descansaban bajo un firmamento azul Disney. Sonaban estruendosas las olas en un silencio de marea en calma cuando, un viento inexistente esbozaba el coro de un cántico que no pude entender. Yo salía de orinar entre la jungla de arbustos cuando mi destino esperaba en pie, paciente, desde una pequeña laguna que había formado la pleamar. Pensé entonces, en el sueño, que esto ya sucedió hace siglos, que era un movimiento eternoretornista y fiel. Saqué  la cámara y el click no perturbó el estatismo de la musa. Me daba la espalda, en su silueta alerta de anorak rojo, cabellera negra de mujer de carácter. De las que me mueven la biografía a golpe de melenazo dejando un leve gesto de boca entreabierto de sorpresa.

Me acerqué a su estatua inalterable, en toreo estático. El toro era yo, entendí, al verme en una plaza Nietzscheana sin público pero rodeado de burladeros que rompían las olas. De repente, un sol existencialista se puso en los tendidos de sombra, esquivando su posición natural mientras dibujaba un corazón deshecho en algas. Miré al lago en los medios del coso y un remolino reflejaba el mismo corazón que brotaba en sangre de ventrílocuos haciendo así palpitar una marea infinita en tan breve espacio. Entonces se inundó la plaza. Las arenas se hicieron movedizas naufragando juntos en el remolino que se agitaba en espiral ascendente, trascendente… hacia fuera en todo caso… para desaparecer en un momento, enterrados en la arena celeste.

El olor de algas se convirtió en fragancia DKNY. Fue entonces cuando, sintiendo su mano en la mía, me volví a mirar su rostro que me cegó para, por fin, verlo todo. Con los ojos velados de palabras, el cielo ahora mostraba una silueta conjunta. La plaza había desaparecido, sin burladeros ni puertas grandes, dejando apenas una colección de rompeolas destrozados. El corazón se mantenía inalterable, derritiéndose con calma. Me volví a mi izquierda, donde un ramo de oro descansaba en mi mano. Levanté la mirada asustado para buscar a MS, respirando por primera vez en todo este tiempo cuando mis oídos reventaron para escuchar:

I have spread my dreams under your feet;
Tread softly because you tread on my dreams.

W. B. Yeats

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