Y llegó la última inyección. Parece que fue ayer: tras cinco semanas de confinamiento y una Pascua entre medias, las dos cajas de heparina nos cuadran el tiempo de forma pragmática. El tiempo, esa ficción que dicen los místicos, sigue siendo crudamente real a este lado de la consciencia. Real y fugaz en territorio libre o confinado, pero que se hace  plástico en limitaciones de espacio. Tiempo medido por rutina de cuidados y que se encarna tiñendo de nieve partes de mi barba. El tiempo puede volar inadvertido o se detiene para degustar. Para saborearlo como se debe, aconsejo que se haga una maratón, donde las horas de posan en las piernas y se coagulan en el cerebro; o meditando haciendo de la respiración medida de un instante que quiere trascenderse. Dos extremos gloriosos que hacen el contrapunto a las «salas de espera» donde el tiempo se revuelve hasta vomitar su descomposición en minutos.

En nuestro Santo Confinamiento el tiempo ha alcanzado su sentido protagónico en el rito de la heparina diaria, a las 10 O’clock. Algodón, alcohol, parte derecha o izquierda alternativa para entrar a matar en la piel fémina, tierna y blanquísima. Momento cumbre a partir de la cual se sublima la lentitud dejando que el pulgar presione con suavidad la inyección. «Todo en la vida es liturgia», decía don Santiago Amón, y la ceremonia de la heparina ha sido honrada con la misma dignidad de mis tardes de té en el Westin de Dublín.

Pero se acabó y ahora nos entra la nostalgia de dejar de pinchar la piel tierna de la familia, de no honrar a las 10 de la noche con un pinchazo que viene a ser un bautizo de sangre al tiempo. 

Pero la vida no para y sigue más allá de la heparina, dejando unos domingos que prolongan los horarios. Y aunque siguen marcados a fuego por la rutina cuidadora, nos deja desarmados de la nostalgia de una jeringuilla que inventa el glamour de una época surrealista.

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