Las cosas son así y punto pelota. Hay que ver lo que yo he sufrido con la comida, y lo que seguiré padeciendo aunque ya no me pongo de los nervios, pero aviso, con las cosas del comer pocas bromas y no me toquen la moral. Los que sienten hambre y disfrutan comiendo no saben el sufrimiento que es comer sin ella y con la náusea amenazando en cada bocado. Unos tanto y otros tan poco, pero qué injusta es la vida.

Mi relación con la comida es de una hostilidad constante. Bastantes alimentos  me repelen y, en plan divinidad, le perdonó la vida y no les ingiero. No está mal mi actitud, no me digan, les salvo de la transformación inevitable que perecerían de entrar en mi sistema digestivo. No soy de comer, qué le vamos a hacer, y no lo soy, entre otras razones, por mi escasa capacidad para degustar sabores, si me sacan del dulce o salado me pierdo; y por fastidiar a mi madre, una castellana recIa que me quería educar a su modelo y semejanza. En esos años no nos llevábamos bien y yo echaba leña al fuego siempre que podía. De la cáscara amarga decía ella que era yo y debía ser cierto, visto lo visto.   

Cultivé mi fama de inapetente recalcitrante durante la infancia, pero terminé aprendiendo a comer de todo después de una dura lección de ida y vuelta entre mis progenitores y yo. Ahora lo definirían como un perfil anoréxico, pero lo mío era inapetencia congénita y sanseacabó. En la niñez, a la hora de comer, escuché todo tipo de piropos. Mi madre era experta en inventar los más hirientes, lo que nunca le sirvió de nada porque yo desarrollé una sorprendente habilidad de ademán impasible. Desde “pájaro en borrecete” a “comisque” hubo una ristra de hermosos epítetos que se me adjudicaban para hacerme reaccionar positivamente, lo que desembocó en una formidable inapetencia fruto de la suma de factores que voy relatando.

Primero, mi escasa necesidad de alimento corroborada por los médicos que siempre verificaban mi excelente estado de salud; segundo, mi inevitable rechazo a la figura materna por su empecinamiento en convertirme en figura modélica de su concepto de que «no hay mejor espejo que la carne sobre el hueso»; tercero, la adopción de una actitud rebelde motivada por los apelativos adjudicados, uno de los cuales sigo disfrutando en la actualidad a nivel familiar, soy la “comisque” insufrible, y a mucha honra.

Que conste que yo como y lo hago bien. Posiblemente menos cantidad que otros consideran normal, pero como de todo si no hay más remedio. Eso sí, escarbando como las gallinas, porque se ve cada cosa en los platos que me dan ganas de morirme. Veo en las sopas de pescado flotar cachos blanquecinos junto a cosas raras como unos bichos rarísimos y asquerosos que llaman almejas o chirlas, con aspecto de ojo extirpado a un alienígena; qué decir de la piel punteada de cañamones en los muslos de los pollos, o de los hilos gelatinosos y mucosidades abyectas entre los guisos; no quiero ni acordarme de esas zonas sanguinolentas  que se notan en carnes o pescados poco hechos; ay, no hablemos de setas, celulosa amenazante y dañina; Oh! Los caracoles, ver salir de su concha un moco oscuro y baboso pinchado en un alfiler y que algunos dicen que es un manjar.

¡Por favor! No lo puedo remediar, todo mi ser se estremece de pavor cuando llega la hora de abrir la boca. Ante la mayoría de platos de comida miró con ojos inquisitivos el alimento servido y prejuzgo. Valoro aspecto, textura, cantidad servida, olores, temperatura y luego cierro los ojos y abro la boca y me digo “quesealoquediosquiera”, y me lo como, pero que conste que con asco y la consiguiente náusea.

Sólo se salva el chocolate de mi alma y de mi corazón.Y sí, también influye otro factor, soy asquerosa en cuestiones de limpieza. Si en un bar o restaurante observo indicios de que no utilizan convenientemente jabón y estropajo, ya sea en utensilios como en barra, estantes y zona de menaje, servidora ya se ve morir del “repelús» que le da. Me fijo que las máquinas de hacer zumos no se limpian en días y dentro están llenas de restos en descomposición y moho; contemplo con repugnancia que las baldas donde ponen los vasos están llenas de polvo y moscas muertas; advierto escandalizada, con ganas de denunciar a Sanidad, el estado higiénico del trapo con el que limpian el pitorro con que calientan la leche en la máquina de café. Otra cosa que llevo fatal es que los camareros manejen alimentos y toquen dinero sin que entre ambas acciones medie un poco de agua y jabón.

No es por fastidiar a nadie, pero el dinero es de las cosas más contaminadas de este mundo y nos pasamos por la lengua sus miasmas cuando nos tragamos lo que nos sirven las manos que tocan el infecto parné en los bares con poco “pedigrí”. Tengo especial habilidad para detectar esos detalles. Por ejemplo, una vez le hice notar a mi acompañante que el camarero que atendía la barra sudaba como un cochino, las gotas de sudor le caían por la frente hacia su nariz y se descolgaban sobre aquello que tenía cerca o se las limpiaba con la mano, una mano que cortaba y servía el pan a los entusiasmados consumidores que encontraban en la corteza un excelente sabor salado, aliño de sudor del esforzado mozo. Ese día, yo, ni toqué la cerveza, por favor, ¡qué asco!

Pero estoy en el mundo y tengo que adaptarme a lo que hay. Esa es mi lucha, convivir con una sociedad que disfruta con el comer y el beber mientras yo disimulo con elegancia y estilo, es decir, comiendo o haciendo que lo parezca. Yo mastico, pero hay trozos que se me hacen bola y qué hacer en esos casos, pues escupirlos disimuladamente, o no, que una ya está harta. A estas alturas de la vida me importa a mí mucho lo que piensen los demás, fíjate tú. Ha llegado el día, válgame Dios si mi madre levantara la cabeza, en que como de todo, alterno en los bares y disfruto de algunas comidas. Eso sí, en poca cantidad, no vayamos a tirar por la borda años de entrenamiento en el ayuno y abstinencia. De algo ha servido porque mientras la mayoría sufren enfermedades, sus huesos pierden consistencia, los órganos se deterioran y sus análisis clínicos  dan pena, mi cuerpo serrano se mantiene con la suficiente fortaleza como para ser donante, soportar jornadas intensas, ser el apoyo de los que me tienen por “comisque” y poder susurrar al oído de los que no me hicieron caso cuando les aconsejaba ingerir menos grasas y calorías, ahora que están hechos unas “cangallas»: te lo dije.

Teresa Sánchez, «Mesetaria»

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