«Por favor, escuchen: mi hermana se muere. Si alguno de los presentes tiene el tipo de sangre O negativo, les ruego que acudan ahora mismo al Sanatorio del Rosario. Es muy urgente. No se preocupen por pagar, vayan corriendo cuanto antes, por favor. Gracias.»
Esa frase, lanzada como relámpago a cielo abierto, cayó sobre la hora del vermut como una tormenta inesperada, empapando un viernes de estío. Corría la década prodigiosa de un siglo veinte cambalache, problemático y febril, como recitaban los trovadores del tango desde la memoria de las gramolas, justo cuando el bullicio se detuvo a orillas del Pisuerga.
Las cañas del Trébol se apuraron en trago urgente —no era cuestión de desperdiciar la ambrosía—, dejando una espuma temblorosa, casi interrogante, deslizarse sobre la vieja barra de madera. Una buena parte de los comulgantes, en su recién estrenado estatus desarrollista, apuraba nécoras y gambas, muy ajenos a cuál podría ser su grupo sanguíneo. Quizá los más veteranos, miembros de viejas guardias heridas, sí recordaban: ellos habían donado antes, entronizados en sillas de dolor como silenciosos héroes del pretérito imperfecto.
Ese día, sin embargo, todos formaron un mosaico humano: interrumpido su vermut intergeneracional y alegre, improvisaron una cofradía sin capirote ni incienso, procesionando arremangados por las calles del pueblo.Dicen las crónicas —exageradas por la tensión, infladas por el recuerdo— que la legión de donantes cortó la calle. En realidad, la fila doblaba la esquina como si se esperase el estreno de temporada. Y eso ya era un milagro. Un éxito de convocatoria, considerando que al final de la cola no esperaba un artista sino un pinchazo, y ya se sabe que muchos, al ver una aguja, prefieren mirar para otro lado.
Aquel ejército aborigen de buenos alternadores —gente de tierra, cebada y conversación larga— se fue abriendo paso, paciente y entusiasta, hacia una clínica hoy desaparecida, donde más de uno descubriría por primera vez el alfabeto íntimo de su sangre. Letras y signos grabados en el cuerpo, inalterables incluso ante el alboroto del alcohol compartido en hora santa.
La mujer que esperaba en la segunda planta había perdido litros de vida en unos días que ya contaban hacia atrás. Estaba embarazada, pálida, vampirizada por la soberbia de una bata blanca. El galeno, incapaz de asumir culpa alguna, dictaba pena capital para las dos vidas en juego, mientras buscaba coartadas de sangre y fórceps para corregir su error. La sangre, ya escasa de por sí, venía además con un negativo que la hacía casi sagrada: capaz de donar a todos, pero de recibir sólo de los suyos. Y los fórceps… que se queden para arrancar esta historia del fondo de la memoria.
Desfilaron brazos amoratados y rostros sonrosados ante enfermeras vocacionales y monjas con prisa, murmurando misterios. La urgencia de jeringuillas provocó algún desmayo en almas impresionables. Las estadísticas no eran favorables. Pero como en los partidos que rozan la prórroga, algo empezó a cambiar. Uno tras otro, los análisis daban con la llave exacta: O negativo. Sin selección previa, sin lista ni criba, la suerte, o algo más, había convocado a una docena de salvadores silenciosos.
Los médicos no salían de su asombro.Y el narrador —que entonces era sólo un feto resistiendo en la sombra— piensa ahora, desde la memoria heredada y viva, que fue la fraternidad de un pueblo y un vermut compartido lo que obró el milagro. Tiene mérito, claro, que en una España ya muy secularizada, en una época posconciliar en que los milagros populares eran mal vistos por los representantes del Logos encarnado, un simple zumo de cebada transformara una reunión costumbrista en una cadena de generosidad casi mística.Cambiar letras de sangre —A, B, AB— por un círculo negativo que encierra una vida… era casi impensable.Pero aquí estoy yo para contarlo.
Gracias a todos los que me salvasteis la vida. Espero, de corazón, ser digno de tanto esfuerzo.