Esta semana, con la noticia de la muerte de Don Arturo Fernández, de alguna forma se eclipsó una no menos triste: la del periodista de sucesos y criminalista Don Juan Ignacio Blanco. Ambos fallecimientos me han producido mucha pena, por diferentes razones que se unen en una sola conclusión: la admiración que profeso a ambos.

Juan Ignacio Blanco saltó a la palestra mediática allá en las últimos años del siglo XX como consecuencia del siempre actual «caso Alcácer». Acompañado del padre de una de las víctimas, cada noche era entrevistado en el programa «Esta noche cruzamos el Mississippi» por el desaparecido presentador Pepe Navarro. Eran tiempos fin de siglo donde surgía una nueva forma de hacer televisión que, entre el amarillismo y el intento de análisis alternativo, se abría ante los ojos pánfilos de un país que parecía empezar a sospechar de todo.

Si el amarillismo rubio de presentadoras que no merecen ni mención ni respeto, no sólo ha triunfado con creces – desarrollando una forma de contar las historias desde el sesgo manipulado de la ideología teñida de emoción – las famosas «teorías conspiratorias» de los periodistas de la sospecha, han sido aplastadas desde el ridículo. Estas últimas han caído en el descrédito que dirigen  los poderes interesados que poseen, a su vez, a los grandes medios y sobre todo por complicidad de la «justicia». No contentos con eso, aquellos que lo han denunciado han sido desterrados al ostracismo.

Un claro ejemplo es el de Ignacio Blanco. Víctima de un caso ciertamente oscuro donde, sí hay consenso, es que los oficialmente culpables no lo eran de todos o ninguno de los cargos que se imputan. La última felonía es el documental que del caso ha realizado una cadena para que, entre la confusión de datos y la descalificación de versiones, utiliza la tragedia para hacer ideología de género.

Ignacio Blanco, con sus errores, cumplió con su deber y creo que llegó hasta donde pudo llegar aguantando todo tipo de presiones, amenazas y desprecios para él y para su familia. Lo triste en esta muerte es que, al final, subraya la dignidad de lo inútil. Un país cosido de mentiras desde el magnicidio de un presidente de gobierno sin resolver, un 23F lleno de falsedades asumidas, un 11M convenientemente instruido destruyendo pruebas, una ETA con más de 600 casos sin ni siquiera investigar, una corrupción política en vía abierta y demás episodios siniestros… la teoría conspiratoria en España tiene más verdad que las múltiples versiones oficiales que dibujan un Estado podrido. Pero no importa, el pueblo está lobotomizado convenientemente por el amarillismo triunfador e interesado que, desde el sentimiento, guía la agenda.

A estos caballeros sin espada, rezamos hoy. Han sufrido mucho aquí, pero al fin y al cabo esto tiene fecha de caducidad. Nos veremos todos en la eternidad, que esa sí que es larga y cierta y no hay escapatoria.

Juan Ignacio Blanco DEP

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