Agosto se hace Augusto el 15, fiesta nacional de los pueblos de España. Hoy el verano se abre en parto, rompiendo aguas de fuego cuando pasamos de la caravana de asfalto a una procesión de tierra convirtiéndonos así en romería, viaje de viajes. Bajo el peso de tronos, pisamos el planeta para alzar las tallas a un cielo del que brotan señales y llamas, iluminando dragones intuidos que arrasan estrellas e intimidan corazones.

El 15 es el Cielo y el Pueblo, desde el retorno puntual a un desierto rural tan hundido por ese mito llamado progreso. Devorado por ese monstruo que habita poblaciones de cemento, adornados por jardines lacios y gritos de soledad al alba. El pueblo, los pueblos abandonados de las Viejas Castillas se desperezan la eternidad engalanando sus arrugas para recibir a las generaciones perdidas de forasteros cuyas facciones apenas recuerdan los ceños fruncidos de sus antepasados. El 15 es Nuestra Señora y Su guía, cuando se llenan los templos en ruinas y cantan las campanas oxidadas a primeras, segundas, terceras… Aviso ternario para comenzar un milagro ya ignorado por un rito vernáculo y protestante. Los forasteros comulgarán un vermut previo, canapé de punta en blanco, para dejarse ver, como en la fila de pésames, mayormente. Nos vemos viejos en  procesión, reconociendo rostros y sosteniendo tallas como antorchas, rezando para tener fe.

La Virgen de Agosto y su Asunción explica el Todo y sus matices desde su sufrimiento de madera sublimado, desde un dolor que se comparte sin saberlo. La tierra nos acoge como antaño, porque no envejece, se chamusca o quema quemándose, pero sigue siendo alumbrada por una llama ardiente que se acerca cada vez más girando en inmanente copernicano. Oramos así entre latines interiores, Fiat Voluntas Tua, para recordar lenguas madres sin ni siquiera hablar la madrastra, rezamos para resetear la mente del vertedero del mundo, que se anida en prejuicio, desarrolla en ideología y muere en locura, rezamos para respirar, en fin, lo que queda de vida en la vida. Así, quizá cambiemos el corazón y el gesto mientras el sudor de Agosto nos escuece las coronas de espinas que nos agrietan el pensar.

Y entonces, en la última cuesta, calvario doméstico, bajo la fugaz sombra de un pendón rojo de Castilla, bajo el reflejo en plata de la cruz de la villa, bajo la mirada de leño de la Madre que siempre mira sin ver, entonces, y sólo entonces, las estrellas con vocación de caída se alinearán en espiral secando lágrimas de un San Lorenzo llorón, para indicarnos algo que, por supuesto, seguiremos sin ver, pero está y estará.

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