La frase de la parábola que nos relata Mateo fue título del monólogo dramático escrito por el cura y escritor José Luis Martín Descalzo. Algún católico despistado protestó ante una frase, cabecera de cartel, sin saber que venía dicha por el mismo Jesús de Nazaret. Frase tremenda que viene a denunciar la hipocresía dividiendo en prioridades de entrada al Reino entre los que «no dicen pero hacen» y los que «dicen pero no hacen». Estos últimos tendrán que esperar su turno frente a estamentos calificados como «rameras y publicanos». Sujetos que a pesar del pecado original de su oficio, se redimen por conversión, yendo por delante de los que se supone ya conversos y que dictando virtudes no ejercen ninguna.

La parábola es corta, directa y aplicable a muchas situaciones de la realidad. Por ejemplo, no es difícil ver la denuncia de los que, autoprotegidos por unos valores dictados, gestionando de forma arrogante una vocación que «imprime carácter», se autolegitiman por una fe que ni manifiestan ni ejecutan, posiblemente porque no la tienen. Me refiero, ya lo adivinan, al sector cuya labor más se puede encontrar entre la sublimidad más poderosa o la hipocresía más escandalosa: el clero.

Sector fundamental en nuestra patria que ha dado ejemplos increíbles de una actitud y la contraria. De hecho no hace ni un siglo, apenas ayer, cuando la Compañía de Jesús fue disuelta en España. Fue en enero de 1932 por el Gobierno presidido por Manuel Azaña cuando, en aplicación del artículo 26 de la Constitución republicana, se penalizaba a aquellas órdenes religiosas que impusieran un voto especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Los jesuitas, una vez más, dijeron sí a quien tenían que decir sí, a Dios antes que al Estado y a partir de ahí ya sabemos las consecuencias en los años sucesivos. Un clero de mártires, ejemplificador, santo con entrada directa al Reino. 

Los años han pasado desde entonces, pocos pero muy letales, y han provocado un gran envejecimiento, tanto de la Compañía de Jesús y su cambio de » fidelidades» como la creación y avance de ese órgano depredador llamado Conferencia Episcopal. Cercanos a la distancia de un siglo vernos que los Señores han cambiado radicalmente y entre su canje oportunista empujado por la descomposición interior llegamos al punto álgido del silencio ante un hecho gravísimo e inconcebible. Tal es la profanación de un cuerpo de un católico enterrado, no sólo en campo Santo, sino en Templo sacro negándose la opinión de su familia y guardianes del templo. Y todo esto basado en una decisión de Estado amparada en un fallo judicial que, vulnerando incluso derechos constitucionales, tomando como criterio un «caso particularisimo y excepcional», se apoya por una ley de memoria histórica que elimina la opinión de media España. Que un Estado obre así ya es lamentable, pero lo que clama al cielo es que una institución que guarda un Orden superior guarde silencio cómplice y se ponga a merced del nuevo poder. 

Claro, tampoco somos tontos. Vayamos un poco hacia atrás, pues es la misma élite eclesial cuyo silencio, seguramente el mismo, sirvió para dar cobijó los curas vascos que se negaban a entregar a víctimas del terrorismo, que expulsaban guardias civiles de sus misas, cuya Compañía de Jesús amparó el nacimiento y negociación de ETA ofreciendo lugar de reunión. El mismo silencio que se ciega ante las esteladas que cubren fachadas, altares y sagrarios de iglesias catalanas, que ampara vigilias a presos en monasterios denunciados por abuso sexual. El silencio, en fin que, en esa línea, no sólo sirvió para encubrir una pedofilia infante hasta que las denuncias civiles dijeron ¡basta ya! y cuya prolongación hace que sea internacional. Factores que tienen en común dos cosas: no son aplicables a la mayoría de los sacerdotes, pero sí tienen el mismo efecto: se silencian y avalan desde arriba, desde la jerarquía. 

La parábola desde luego no es tan cruel como pareciera, porque por lo menos les otorga algo que, desde luego yo no haría, que es el acceso al Reino aunque sea tarde y con Mili purgatorial. Porque yo, ramera publicana y católica, pecador consciente y con ánimos de arrepentimiento, no puedo callar y tengo que dar testimonio de la denuncia de esta aberración y advertir de su hipocresía. Yo puedo penar y estoy seguro que algo me caerá por esta supuesta irreverencia y lo haré a gusto, pero rezo por ustedes porque me parece que mi pena va a ser mínima comparada con la suya. Se les ha dado un poder sublime en el que ni siquiera creen. Actúen siquiera como hombres o como putas honestas. Pero actúen, y no sean hipócritas. La vida es corta y no compensa tales maldades, pero la eternidad es larga, larguísima. Si tuvieran fe lo entenderían. 

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.

ACEPTAR
Aviso de cookies