El maestro toma partido cambiando la luz. Ya ha visto mucho, lo peor, lo inesperado, lo impensable. La sangre, la mugre y la traición le ha hecho cambiar la perspectiva de su mente y lo plasma en el cuadro. Un lienzo que divide en dos partes: a la derecha el orden, en perfecto dominó de pelotón y fusilamiento; hombres sin rostro ni corazón, con alma erecta en eficientes fusiles cargados de ideología y pólvora. Un hilera de piernas de perfecta flexión, sostienen un conjunto bajo mochilas depredadoras. Parece que hay seis figuras, pero no importa, ya que dibujan un solo monstruo sin facciones y con extremidades de reptil.

A la izquierda, la parte opuesta. Es éste un grupo asimétrico de pueblo sucio, en desarraigo de sangre y charcos, expresiones de figuras que aúllan exageradas, en desproporción torcida. Entre el grito y la lágrima, un hombre alza los brazos, encarnado en Cristo hispano, llagas en mano abierta, preparado así para morir, abrazando la muerte, agarrarla a porta gayola, mitad nazareno, mitad torero. Faena de blanco y luz, porque las luces, ya lo sabe Goya, no la portan los invasores, como ingenuamente creía. La luz de la revolución de enciclopedias reduccionistas, fraternidades cainitas, libertades con cadenas e igualdades sectarias, no es más que una serpiente que chupa la sangre de España.

Farsa cruel desde más allá de unos Pirineos que inventaron el Terror maquillado en formato de razón y travestido de luces tricolores. Pero no, ya lo sabe bien el maestro, no era luz eso que se creó a finales de un siglo cuya carga estallaría en el siguiente; no era luz lo que segregaban enciclopedias inmanentes, sino odio, sangre en guillotinas y genocidios en la Vendeé. Goya lo ha visto, por fin, desde los fantasmas de su sordera y lo ha oído, desde sus pupilas asombradas cuando hace crónica artística entre muertos de Madrid. El invasor no trae luz, No. Y así fue como el artista cambia un cuadro, una Historia y una Cosmovisión, simplemente iluminando una camisa blanca de domingo con vocación de sudario.

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