Acompaño a la Señora hasta la cita con su hijo. Hay mucha gente en el camino y veo caras conocidas, facciones que me resultan familiares, de toda la vida, de otras vidas… El pavimento respira incienso y hay una brisa cada vez más fresca.

No me gusta ver sufrir a las madres. Las lágrimas de la madre y el gesto de dolor se clavan como aquellos puñales que acompañan a la Señora en su trono. Sobre todo cuando la causa de ese dolor y sufrimiento viene por los proyectos personales de los hijos. Estos hijos valentones que ya bailan inquietos en el claustro materno y salen disparados a romperse la crisma por el mundo. En este caso el golpe rompió la Historia y abrió los sentidos, es cierto. Pero no puedo dejar de pensar que las madres siempre se terminan esculpiendo en cicatrices.

La Señora está preciosa. Hay muchas formas de sufrir, muchas formas de llorar. Y la estética, la coraza artística del madero policromado trasmite una verdad que asusta. Yo he visto llorar a muchas mujeres, y todos los llantos eran distintos. Claro está que no eran mi madre. El llanto de la madre desangra y no se puede analizar, solo se sufre y se trata de borrarlo como sea. Las otras lágrimas normalmente terminan en un soneto.

La observo de nuevo, cada poco porque creo que se va a quedar fría. Hace una brisa de incienso castellano que hiela todo. Pero me parece que la Señora no siente el frío. Sus facciones son mesetarias, sus manos son poderosas, grandes. Dicen que sus pies, aunque no podamos verlos, son también mayúsculos. De ahí el apodo primero que la pusieron. Es una mujer con facciones de pueblo, de los pueblos que tenemos en La Meseta. La madre acogedora, protectora, humilde y grandiosa, de las de antes, of course (bueno, maybe). Aquellas herederas directas de la tierra que han sido capaces de sostener a una raza loca y macho, visionaria y con delirios para quedarse con muchas cicatrices y algún beso. Hoy en día, pienso, sería una pobre maruja a los ojos de nuestro mundo perfecto de Super-women.

La Mesetaria se mece al compás de la banda. Una gran banda que interpreta acordes graves que nos hacen caminar a todos en una danza conjunta de incienso y silencio, mucho silencio. El perfume se expande y nos encaminamos por la calle donde al fondo se ve la silueta del hijo. La sigo mirando y empiezo a rezar. Y rezo como si hablara a mi madre, es decir con ese cariño entrañable y egoísta que empieza y termina en Yo, yo, yo. La técnica “oración de petición” me absorbe hasta que me doy cuenta de que mis plegarias empiezan a hacer temblar algún mandamiento. Vuelvo a mirarla y lo dejo. Me da la impresión de que cuanto más pido, más me limito y encima aburro (hasta yo me aburro). Por fin salgo de mi autismo entusiasta y pienso en “los demás”, en el mítico prójimo, y la oración se empieza a expandir con más alegría, con más peso. Y se expande como una brisa jovial en el alegre bosque de los árboles genealógicos y troncos asociados.

Mi atención se para en algún prójimo en especial, frunzo el ceño y se me atraganta la plegaria. Eso no es forma de rezar, claro. Lo dejo también y la miro de soslayo. Respiro hondo, un poco nervioso y pongo atención por fin a la oración. A la oración por la oración. No pido, solo vocalizo las palabras eternas hasta que un eco resuena en algún lugar de las cavernas de mi ser: “…Hágase TU voluntad…”. Sí, la voluntad, buen tema, a nosotros, hombres de voluntad que nos vestimos de guerreros líricos a la primera oportunidad para explicar una gloria que no viene, a nosotros, que con dos libros y cuatro besos dados por el mundo nos ponemos a cantar con engolamiento en la voz rancheras autosatisfechas.

Sí, la voluntad. “Me doy cuenta de que no he dejado mucho sitio para la voluntad Tuya, I’m afraid”, digo sin mirarla.Me asalta la frase de Cohen, “there is a crack in everything, that’s how the Light gets in”.“No hay crack in my Will, darling, vocalizo con exceso de confianza” (las madres entienden eso). Y la escolto (¿yo la escolto?) y mi coraza de voluntad, proyecto, victorias se desmorona a cada zancada en este paseo eterno de apenas cien metros. El guerrero está desarmado por un espíritu madre vestido de tronco policromado mientras mi 1.90 m. de “vida” se queda pétreo e inmóvil, ya sin discurso.

La Mesetaria no tiene frío, soy yo el que está empezando a estornudar.La silueta del Hijo aparece ya en la plaza. La miro de frente, por última vez. La pido que interceda, “Abogada nuestra…” y me aparto silenciosamente del camino para no interrumpir la cita con su Hijo.

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