Llegó el verano de la mejor manera que podía llegar: con luna creciente y nublado. Se descubre bajo un telón de lunares que esconde un nacimiento de astros acompañados de su inevitable Destino. Llegó con fresco nocturno, todo un plus añadido, detallazo del cosmos para los insurgentes que gastamos edredón todo el año, haga como haga. El edredón, las perennes mantas franciscanas, hábitos aprendidos en nuestra Irlanda, son una protección cuya importancia simbólica reside en el peso. 

El ritual sacro del rito del dormir merece un envoltorio que le hace a uno parecer un regalo a la vida. Siempre que duermo sin manta, simplemente no duermo, como si fuera un homeless destrozado por la sucesión de sueños que me invaden en su lucidez de sábana leve. Las vigilias al descubierto implican una osadía cuyas consecuencias explotan en el inconsciente. Y así uno se suele despertar a golpes de sobresalto para amanecer agotado. Para dormir sin manta, solo vale dormir acompañado, claro, pero eso es otro tema que nos describe un nivelón distinto. Cuando pienso en esos términos, siempre me acuerdo de la magnífica «Insoportable levedad del ser», donde el protagonista se negaba a dormir con la compañera con la que había gozado el acto amoroso. Entendible por la psicología de la novela, que viene a ser así como el espíritu del «Último tango» pero en versión checa. Ambas obras hablan de una soledad orgullosa y falsa en diferentes términos que se abre, en tono moral, a un eros sin digerir.

Este verano y su nacimiento, implica toda una resistencia bienvenida de edredones. Porque no es lo mismo recibir a esta estación a porta gayola, es decir «en pelotas» dicho en plata, que con un capote protector que permite torear a unos meses que, como los Miuras, tiene mucho peligro mudo.

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