Hoy celebramos dos Santos muy especiales: los custodios de aquel primer Sagrario vivo donde se gesta un Hombre que quiebra el tiempo y abrir el espacio para descubrirnos inmortales. Se juntan en esta festividad varios temas que, naturalmente, provocan escozor en los modernos puntos cardinales. Santos que nos hacen reflexionar desde el gran árbol genealógico que enlaza la familia en ramas generacionales uniendo dos fragilidades complementarias en el mundo de hoy, especies ambas en extinción: nuestros mayores, pastos de asilos, eutanasias y coronavirus por dejadez y abandono y, por otro lado, las vidas fetales emergentes seleccionadas a vivir bajo dogma de ser o no deseados.

La espada de Damocles se llama hoy «ley del deseo», clave y guía del presente absoluto, criterio de las generaciones intermedias que, en los años de su vida útil, ya tan inútil, han condenado a morir a estos dos bastiones de la familia. Todo comenzó hace pocas décadas, cuando comenzaron a florecer los siniestros asilos o residencias de ancianos, que llevaban al “higiénico” tanatorio. Impensables lugares hace apenas lustros antes, donde los mayores no solo se morían en su cama de toda la vida sino que tenían estatus de privilegio en su hogar. Efecto colateral del mito de la felicidad de la vida moderna, máquina de manufacturar matrimonios estériles o con hijo(s) único(s) hiperactivo por orfandad que, en su promesa descreída de uniones eternas se divorciaban el corazón a velocidad del deseo para quedar biografías rotas e hipotecas vivas. Se reunían en esos tiempos los hermanos para concluir que al padre, vaya, nadie le podía cuidar, las excusas eran variopintas: desde una habitación que no hay hasta, el carácter de la parienta, el cuarto del niño hasta el que yo- no-valgo-para-cuidar-ahí-está-mucho-mejor, o el clásico de que «la  vida está muy cara»

Pero llegó la santa crisis, y entre una sucesión de rupturas y cambios de pareja, naufragando en ese otro mítico “espacio personal” donde yace toda una generación encontrando la nada, las hipotecas crecían vivas y he aquí que se hicieron nuevas colas nuevas en los asilos de carretera – entre la gasolinera y el burdel – para sacar corriendo al abuelo meado y deprimido con un amor de sonrisa falsa que anhela una pensión amenazada por los políticos. Así los patriarcas volvieron a sus casas, capítulo final, para financiar la ruina sentimental de una generación tan equivocada como absurda.

Hasta que llegamos al presente absoluto y criminal del ahora. El virus, el Corona, el Covid que arrasa definitivamente a una especie abocada a la eutanasia o pastilleo mientras los nietos danzan malditos y sin protección ni visitas por una biografía tan absurda como huérfana. 

Por mí, me da igual, los que vivimos en el exilio interior, hacemos como mis amigos de la raza romaní: todo el clan junto y las mortajas en la cama de toda la vida, de todas las vidas. Aquí y Allí en viaje de vida y muerte por esa autopista que hace un Amor que nos permita mirar por encima del hombro a un mundo roto por falso. 

Celebremos todos como ayer, Santiago, en este mes caliente y reaccionario que nos recuerda que la Patria o es sangre cultivada o no es nada.

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