Como dos personajes de Breaking Bad vamos cruzando el desierto. No de Nuevo Méjico, sino de una Castilla Vieja. Un sol de julio se va fundiendo en la Meseta y en su delirio nos hace equivocar el destino. «Por la carretera de Cáceres, la segunda a la derecha, ahí no se pierden», nos indica una enfermera bajo su mascarilla. La Mesetaria vuelve al coche con prisa mientras Poli me llama por teléfono. «Ya vamos, niño, que nos hemos perdido». Tenemos la cita a las 12’30 – totalmente O’clock – y disponemos de media hora de visita, tal como nos indicó la amable recepcionista hace unos días. 

El pueblo está vacío en típico paisaje que nos hace buscar curvas y recovecos hasta que aparecemos en una puerta de hierro residencial. La calma en el entorno se confunde con el paisaje. Si algo se parece a Castilla es la Toscana, con sus montes minúsculos sembrados de oro y matices verdes, evocando una música mística. A pesar del retraso, no siento prisa alguna en esta tierra que se adueña del tiempo haciéndolo suyo. Exactamente lo contrario de la capital, donde todos vamos de prisa por costumbre: buscando la noticia, el triunfo, el suicidio…algo… pero rápido. Aquí la calma nace del silencio habiendo un paraíso para los meditativos. 

Cruzo la puerta y me toman la temperatura bajo la gorra, piso una alfombra y me lavo en esa nueva agua bendita alcoholizada que ha superado a un H2O de bendiciones ya tan ignoradas en estos tiempos finales. Veo a Poli de pie tras un ventanal. Galería, terraza o porche se hace espacio privado que se cierra hermético tras mi paso dejando un salón privado. 

«Te daría un abrazo, claro. Gracias por venir». El afecto se hace así incompleto por ansioso, dibujado en una mente camarada que se queda en gesto mínimo, torpe, de niños que obedecen protocolos gesticulando al vacío. 

Hay una emoción muda que se nutre de meses, desde aquellos marzos, ay, donde creíamos tener todo y todo se fue torciendo. Desde aquellos días entre entrevistas y primeros hospitales donde el destino se hizo culebra para atajarnos en un drama que parecía ser tragedia y no acababa de definirse. Poli empezó este capítulo en Madrid mientras yo ya estaba en vanguardia sorpresiva de hospital, todo extraño, todo al revés, todo descontrolado. Un guión a destiempo que se nos hizo silencio confinado para que, en apenas 3 meses, aparezcamos en un mundo cubierto de máscaras. Una mascarada que desde luego ha funcionado dejando la voz de Poli en susurro confidente y agudo. 

Lo explica con orden, formal y despacio. Con gestos delicados como dirigiendo a Mahler en el balneario. No en vano es un hombre que ha despertado de una siesta de dos semanas en espera de lo peor. «¿Has visto el túnel, Poli?…No, nada». Poli respira lo más hondo que puede para preparar una de las mejores frases teológicas que he oído; «la muerte es quedarte dormido y descansar». Es un axioma que dice más de lo que quería decir. La muerte es el lujo de un descanso para una élite que en la Vida han-merecido-el-descanso. La frase es muy aguda porque Poli no es que haya vencido a la muerte, ya por varias ocasiones, es que está venciendo a algo más importante, que es la Vida. La muerte vendrá más pronto o tarde para todos, y la mayoría tendremos de todo… menos descanso. Sin embargo la Vida es una vez y se aprovecha, se gana…o no. Y la medida de su aprovechamiento se llama Verdad. Vivir en la Verdad agota, asfixia y mata… si no se resiste. Poli dice más de lo que quiere decir y hace pausas de silencio entre sus frases susurradas. Hablamos de la Verdad porque, como yo, ha nacido en una generación entrenada y entramada sobre mentiras sofisticadas: desde el lugar común, la frase hecha, el voto útil, el sentir burgués, la vida cómoda, las pasiones de rebajas… en fin una amalgama que forjan engaños que se pueden sostener… hasta la muerte. Más allá de ahí, no, ojito. El mérito es descubrir esa farsa antes, en Vida. Y eso se paga. 

La Verdad de Poli, manifestada en el Archivo de Salamanca le pule a él y nos pule a todos. A latigazos le va matando a él y nos va hiriendo a todos. De un trabajo a una Misión hay un toque divino. Una tilde que hace de aura y cadencia e ilumina la verdad. Poli declina la Verdad susurrada mientras le filmo en mensaje virtual. «Hay que hacer el bien, eso es todo. No hay más. Y hay que hacerlo ya.» Segunda afirmación que vale por todos los discursos: verdad y bien. Merecemos una prórroga que nos otorgan las enfermeras generosas disculpando mi retraso. 

Pero inevitablemente retornan y es tiempo de ir. Nos despedimos sin abrazos, como niños tímidos al final del cumple. Saludando me acerco a la puerta. Bajo el sol, la cabellera rubia de la Mesetaria me avisa a babor, «¿Qué has hecho todo el tiempo, niña? Nada, terminando de rezar el Rosario, hijo. ¿Qué tal está?». Entonces subo los ojos al cielo y doy gracias al Dios de los Mesetarios, salvaje, contrarreformista y barroco de sol y rabia. Católico, en fin. Rezamos el último misterio y respondo:»Poli está perfecto, más fuerte que nunca. Te invito al vermú.»

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