El sol cae por Chamartín deshaciendo las cuatro Torres. El calor es de verano y hay un gran contraste desde la agradable comodidad del tren. Las Torres están a contra luz, formando un espectro de bienvenida. Un personal embutido en máscaras baja haciendo el juego fantasmal. Hay un silencio especial que no se debe a la poca presencia de gente, la estación está casi vacía, sino a un ambiente de recelo y precaución. Los bares están cerrados, unas cintas protegen las terrazas vacías, los vigilantes pasean con la misma ociosidad de costumbre que ahora se descubre como lo que siempre fue: dejadez. La poli patrulla protocolaria desde una pareja que nos vigilaba la máscara en el Avant. Los dos muy jóvenes, hombre y mujer con coleta, muy guapa, pasaron dos veces y cada vez me subía la máscara a la nariz, por si acaso.

Esto de la vigilancia en el tren me hizo recordar aquellos viajes a Pamplona, allá en San Fermín cuando se subía un picoleto intimidatorio en mitad del recorrido. Aquellos tipos venían con fusil y a cámara lenta, boina pegada, gafas de sol que les daban un aspecto de reptil atento, media sonrisa de seguridad, algo así como imaginamos al cocodrilo que tenemos agazapado en el Pisuerga y que va camino de convertirse en leyenda. Pero estos dos polis no intimidan, es una patrulla paseante y sin músculo. 

Decido ir por el camino largo hacia el metro y a cada paso me va viniendo la nostalgia. Es extraño porque la euforia que siempre tengo cuando llego a Madrid no deja paso a ningún sentimiento «blues» aunque llegue en domingo. El tema es esa quietud silenciosa de pánico social que me saca de quicio. Entre la estación y el metro, el sol persiste en su intento de deshacer las Torres mientras me sumerjo en la ciudad subterránea. Si la estación estaba tranquila, el metro está en coma. Vestido de pegatinas que indican la distancia social, consejos de salud, flechas de direcciones, como un hospital posmomoderno. Se juntan los avisos de distancias con los desfibriladores.

La calma da protagonismo a un sonido de metro que nos llega puntual y vacío. Busco mi sitio, siempre de pie y observo lo que constituye la segunda mejor escuela de estudio del ser humano: el transporte público. Veo bajonazo en las caras y me pregunto qué quizá sea yo que vengo con el spleen. Creo que no, yo vengo bien, relajado por los recientes acontecimientos y muy atento, muy zen. No sé si he cambiado yo o el mundo. En medio de ese debate escolástico se abre la puerta y entra un grupo de hippis, que es la forma en que me dirijo a los perroflautas, y traen un perro. El pequeño animal es el único ser vivo que no tiene bozal, pienso. Como adivinándome el pensamiento, el hippi jefe se arrodila con él y explica a sus discípulos que «el pobre está agobiado con la máscara». Entonces le da una especie de ósculo al perro mientras otra camarada saca un abanico arcoíris. Todos van dando aire al perro ante la mirada aprobatoria de una audiencia que se adivina sonreír bajo su antifaz.

Gracias a Dios, Alonso Martínez se me aparece en forma de parada de metro. Salgo y ya no estoy blues, ni siquiera con spleen, no hay más que esperar un poco y dejar que el espectáculo del mundo aparezca para ver su naturaleza. La metáfora del viaje llegó en el metro: la especie sigue tan interesante como la dejé; aunque las mascarillas lo disimulen más, el fondo es inalterable. Cojo la línea 4 y me bajo en mi Serrano con un sol que dora a los ángeles de la Concepción, respiro hondo, me santiguo y doy gracias. Ya estoy en casa.

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