Teresa Sánchez – Mesetaria comprometida con las Causas que considera justas.

Si  os contara que durante el siglo XVI había matriculados en la Universidad de Salamanca más de siete mil estudiantes me llamaríais exagerada, pero no me molestaría en rebatir esa calificación porque ahí están los documentos que lo acreditan y me dan la razón. El que no quiera creérselo, ese es su problema. Pero haberlos los hubo.
Pues sí, un montón de jóvenes en plena ebullición hormonal y muy necesitados de “afecto”, por lo que las meretrices estaban a la orden del día, como siempre ha ocurrido allí donde hay varonil concentración y pobres féminas sin otros medios de ganarse la vida.

Por el año 1543, a punto de casarse el muy piadoso y gazmoño Felipe II, que en gloria esté, eligió la ciudad de Salamanca para tal evento por razones que a su magín y a sus consejeros o ministros les pareció oportuna, dato interesante pero no me voy a entretener en contar los pormenores, que los conozco pero no vienen ahora al caso. La cuestión es que se quedó sorprendido y escandalizado, como es normal es personas de su cualidad y decoro, de la algarabía carnal que observó en la población y tomó medidas, vaya que si tomó medidas, pues bueno era él en cuestiones de moral y buenas costumbres.

El caso es que los gerifaltes de la época se tomaban en serio la cuestión de la salvación eterna de sus súbditos y legislaban en consecuencia. Así, desde los tiempos de los Reyes Católicos, o por orden de alguno relacionado con ellos, vete tú a saber, que no lo he documentado, existía en Salamanca la figura de un clérigo encargado de la atención espiritual de las señoras que vestían faldas con picos de color pardo, distintivo obligado para ser reconocidas como “fifís”, de ahí el dicho de irse de picos pardos, por lo que si alguna lectora es pudorosa y amante de su buena fama mejor que no vista falda con picos.

Y volvamos a lo del clérigo, que por explicar unas cosas perdemos el hilo de otras. He dicho antes que existía en la ciudad de Salamanca, que como ya se han dado cuenta es donde acontecen los hechos que relato, la figura de un sacerdote que estaba encargado de velar por las almas de las damas vestidas de pardo, conocido y celebrado entre el mundo estudiantil con el sobrenombre de “padre Putas”.
Así nos encontramos con dos personajes relacionados con lo que conocemos con el “Lunes de Aguas”. Un tonsurado y un coronado que se preocupaban de la moral, uno de las residentes en las mancebías y el otro de los varones que frecuentan los lupanares. Al susodicho Felipe se le puso por montera o por su real gana, publicar una ordenanza por la que las señoras de vida licenciosa debían abandonar la ciudad durante la Cuaresma para evitar que en fechas tan  señaladas los envilecidos aprendices de Bachiller pecaran es cuestiones carnales. Por lo tanto las autoridades del lugar, no les quedaba otra, dispusieron que las mujeres de mal vivir cruzaran el río Tormes y se aposentaran en la orilla contraria lejos del mundanal ruido. Para ello, el Padre Putas se encargaba del alquiler de barcas que pudieran trasladarlas y poner por medio de unas y otros una legua de agua un poco intimidatoria. Y así, el miércoles de ceniza se ponía en marcha la expulsión de la tentación carnal hasta que transcurrieran siete días del lunes de Pascua, es decir, ocho días después del domingo de Resurrección, echen las cuentas.

Pasado el ayuno y abstinencia ordenados por la Iglesia y por el Rey, el Padre Putas volvía a contratar barcas o era ayudado por estudiantes e inmorales ansiosos para trasladar de nuevo a las “pilinguis” a la ciudad. Se pueden imaginar los que habéis llegado hasta este punto de lectura lo que aquello suponía de jolgorio, alegría, alboroto y fiesta. Todo el mundo a la calle, a la orilla del río a ver el espectáculo. Miles de personas en plan de celebrar la vuelta a la vida normal, es decir, a poder llevar una vida licenciosa, beber, comer, jugar y fornicar, que eran muy valorados entretenimientos entre los futuros licenciados.

A veces la fiesta de hacía esperar, puesto que las barcas eran lentas, el río traicionero, los barqueros torpes o las señoras impuntuales. Fuera lo que fuese, la gente pasaba horas esperando por lo que era menester llevar viandas, en vista de la espera y porque en la meseta todo lo que sea parranda se acompaña de comida y bebida. Por aquella época lo normal era llevar buena hogaza y productos de matanza porque todavía no se habían implantado las mariconadas americanas del “sanguis” y la coca-cola.  En la meseta se come como Dios manda, con contundencia, buenos embutidos, pan del de entonces y vino del que hubiere, que no se le hacía ascos a nada, para melindres estaba el personal, vamos. Lo normal era convertir esas viandas en una sabrosa empanada hecha al horno con masa de pan en cuyo interior se metía lomo y chorizo fritos, jamón, panceta y huevos cocidos. Una bomba alimentaria riquísima que actualmente se denomina “hornazo
Y así surgió la costumbre de una fiesta popular, enraizada en la gente sencilla que, como ahora, buscaba cualquier pretexto para disfrutar de la vida.

Actualmente se sigue celebrando el lunes de Aguas, pero ya no se espera a las putas porque ni se les prohíbe el ejercicio de su trabajo ni se las concentra en lupanares. Cuando llega el séptimo día después del lunes de Pascua, todo salmantino que se precie, allí donde esté y con hornazo  o sin él, celebra el lunes de Aguas como está mandao y el padre Putas bendecía. Con buen ánimo y buen provecho.

Por qué la denominación de “Lunes de Aguas”, ni idea, pero esa ya es otra historia.

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