«Yo voy a empezar hablando del Café». Tras la bienvenida, el espacio mítico se encarna en un andaluz camarero y escritor. Don José Bárcena, melena cana y gafas de cerca, inaugura así una tarde gloriosa de Junio en Madrid. Convocados por Amando de Miguel y Miguel de Cervantes, nos congregamos entre saludos a amigos nuevos entre espíritus viejos, para honrar a nuestro héroe y modelo: El Quijote.

«En el café Gijón han acontecido hechos, sucesos e incidentes de todo tipo. Alguno incluso se ha convertido en leyenda. Así, historia y leyenda se hacen caras de una misma moneda en esta cripta de templo pagano»

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 El silencio del auditorio acompaña la mirada de los cuadros de dicha cripta, para asentir en el rito. Es éste un acto distinto, ni presentación, ni homenaje, ni conferencia… “a ver que sale”, me confiesa Don Amando mientras hacemos paseíllo por la sala como estuviéramos en un Pub, color de tronco a luces tenues, en recuerdos de niebla y nicotina.

Continúa Don José desde su espacio sacro, ya atalaya literaria de los “letraheridos”, donde conviven en presente absoluto eternidad raza de poetas, periodistas, orfebres del folio, en fin. Raza maldita o bendita a la que hoy acompaño desde el calor repetido de unas calles urgentes de guiris y revolución con prisas, dejando el calor de lo inmediato, he entrado, como siempre, santiguándome para buscar lo permanente.

La magia del sitio produce en sí una ensoñación, un túnel hacia un mundo que huele a humo y rumores, gritos y metáforas que comparte la presencia de toda la literatura española. La que ha pasado y la que sostiene el espíritu del espacio. Guarida de cineastas, actores, donjuanes y Dulcineas, bohemios y soñadores, en todo caso, que se refugian de la frase hecha y el lugar común para degustar la droga de las letras. Cripta embrujada, sigue enfatizando Don José, que hoy es más la cueva de Montesinos en un encantamiento donde desde ese “lenguaje del alma” que es la pluma, nos van a transportar nuestros maestros.

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“Escribir es llorar”, comienza el anfitrión presentando al primer actor desde frase primera de sus Memorias. Bárcena preside en una mesa, altar posconciliar, rodeado de dos sillas, Amando a su izquierda y la del Comendador a su diestra donde Cervantes busca su acomodo.

Amando ha venido a Hablar de su libro, suponemos, pero va a improvisar porque es un encuentro vivo. El Quijote es la novela moderna, comienza; un antes y un después que marca una forma de narrar la vida y a la que el mismo autor no llamó más que “una historia”. Porque quizá la palabra “historia” es demasiado grande y justa para formatearla en el reduccionismo de “novela”. Historia extraña, en todo caso, que desborda calificativos y que incluso, sonríe Don Amando, no parece escrita por el autor, provocando que se agite la silla del Comendador. De hecho la segunda parte, continúa, se escribe al tiempo que las “Novelas ejemplares” y ambas difieren en el lenguaje radicalmente, entre el arcaísmo de la segunda y la emancipación a la madurez de la primera. El lenguaje de Castilla se fija así desde la Historia, siendo el primero con gramática que, regulando, empuja a un posterior desarrollo que otras lenguas no tienen en la época.

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Extrañeza no solo en la forma de escritura sino en el género de nuestra historia. Mientras el canon oficial eleva a la metafísica de idealismos y visiones imperiales, desde Trento al Idealismo, Amando ataja el género como una simple sátira, burla. “la gran novela picaresca de España”, remata. Género típicamente patrio, inimitable. Broma que empieza en el título con el vocablo “ingenioso”. ¿Quién?, Alonso Quijano desde luego no, en su exceso de libros y frases acartonadas. Sancho, en todo caso, lo sería. Él era el ingenioso. Palabra que entonces significaba igual que hoy y cuyo máximo exponente era Lope, Don Félix, enemigo íntimo del autor.

Extrañeza en una Historia que enlaza con el surrealismo o realismo mágico cuando el dúo protagonista se leen sus andanzas de la primera parte. Hallazgo genial, sobre todo desde el punto de vista de un Sancho… que es analfabeto. Un recurso más que hace a la historia salir de sí misma, mezclando una coralidad de personajes ficticios que conviven con reales. Y ambos son descritos desde esa obviedad que ofrece la vida y que hasta entonces no había entrado en la literatura: la clave fisionómica, que en latín refranero viene a explicarse como “la cara es el espejo del alma”. Así los personajes se describen por gestos y por la forma de hablar, como los hombres reales, dejando que la sacra lengua no solo los defina sino que los cambie: Quijote acabará hablando como Sancho y éste ya no saldrá de la dialéctica de su señor.

Lengua que se suponía iba a ser leída en voz alta, costumbre ya perdida y vital. El comienzo en romance de ocho notas musicales: “En un lugar de la Mancha”, cadena encadenada como la mejor de las sinfonías que atrapará a un lector escuchando, se llena. Amado niño lo leía en su colegio de curas así. Lo aprendió gritando “hideputa” con rebeldía ilustrada en coartada de obra maestra. Hablando de curas, nada religioso hay en la obra. Nadie va a misa ni siquiera el cura la dice. Apenas raras procesiones donde el casticismo español termina a palos.

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¿No será toda la obra el verso oculto que buscaba Bellver? Se pregunta el público entregado. Y es que el Quijote se ha interpretado hasta la metafísica. Siempre más desde fuera de España, claro, lógica exacta del español que triunfa siempre fuera para descubrirse dentro siglos después. Los embajadores invitados reafirman esa virtud, toda Europa rendida, bestseller en esa tierra donde no había tantas fronteras en la llamada globalización de números para todo. La lengua de nuestro cuento fue amada por todos, especialmente Rusia, llena de tratados y halagos antes y después de los Soviets. Unos por romanticismo, otros por idealismo de justicia social. La mujer de Lenin es un gran exponente. Seres que aprendieron la lengua para degustar una obra, como Freud con Calderón.

Dicho todo esto… ¿por qué estamos enfermos del Quijote? ¿Cuál es el encantamiento que nos lleva a amar el libro de libros? De Miguel sugiere el factor del ritmo. Ritmo de “road movie” y de sueños. Desde la modernidad que nos da el cine buscamos las claves: es un movimiento loco de espacios, una búsqueda entre la locura para encontrarnos, o no salir de ella.

Pero Amando quería hablar de su libro, olvidándose de sí mientras torea en redondo en Cervantes. Nuestro amigo ha forzado la mencionada sátira. Ha transportado al personaje a otro mundo, al de la Reina Letizia, otra broma. Recurso ya realizado y nos compara cartas, de Persia o Marruecas definiendo que las de Cadalso son las brillantes.

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Cervantes, en la silla del Comendador observa atento e incluso se le nota asentir. Don José, anfitrión perfecto que está a todas recibe un susurro para darle voz asintiendo. Y es que el misterio es él. Ese es el problema: Cervantes es más irreal que Don Quijote, asumámoslo. De Don Miguel solo sabemos penurias donde ni su nombre parece cierto, en partidas de nacimiento llenas de tachaduras y confusión. Cervantes y Shakespeare, dos personajes de ficción que parieron realidades y que recordamos. Nos recuerda el Quijote de Amando, su entrevista en Valladolid, capital de imperio en fiestas del Rey Felipe cuando, en comitiva inglesa se irían a tabernas para en latín, hablar de sus mundos. William católico con Isabel, Miguel judío con los Austrias. Conversación de malditos entre frascas de vino, ambos anticlericales, cristianos y sublimes.

El embrujo tras horas donde el tiempo mece, ya ha aparecido hace tiempo. El Quijote estimula y por él, desde él, se hace un debate que no es más que conversación de amigos nuevos, de poetas, embajadores y pintores cuyo talento y biografías no se entenderían sino al calor de estas Historias que nos han hecho ver y entender eso que se llama Vida.

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