Todas las mañanas, comenzando el amanecer, veo desde mi ventana un gato negro de camino al ambulatorio. Pasa por la carretera muy confiado, chulito y mirando despreocupado a derecha e izquierda. Del mismo modo que cuando a nosotros, de niños, nos enseñaban a pasar los cruces. El gato no parece mirar con precaución, pues los coches ni están ni se les espera, sino vigilante y vanidoso. Por lo menos así me lo parece a mí, que no me gustan los gatos y siempre me hacen desconfiar. 

No es el único felino que ronda por el barrio. De un tiempo a esta parte, ya en época pre-virus, hay una banda de gatos que se han hecho con los jardines de la iglesia. Los gatos callejeros adquieren un estatus cuando se agrupan en lugares santos, como en Roma, donde se les valora como espíritus de emperadores a los que la reencarnación no ha sido especialmente generosa. 

La creación animal, desde gatos hasta pavos reales están invadiendo nuestras plazas con singular osadía. De hecho aquí, en el Campo Grande ya estaban al segundo día, vacilando por el Paseo de Zorrilla en visita a la Academia Militar. El pavo real como su nombre indica, tiene un rol propio de plumas mayores, de vanidad asumida, excesiva y muy sobrevalorada. 

Lo que me resulta particularmente molesto, es ver a esta nueva burguesía animal emergente observar por encima del hombro a los perros. El animal más fiel y sufrido, que realmente son los únicos que están echando millas, esfuerzos y demás ayuda solidaria con unos humanos que están hasta las narices del confinamiento. Los perros españoles están haciendo una labor inaudita de salvar matrimonios, por ejemplo. Adivinamos que si la tasa de divorcios no explota cuando se consolide la famosa curva utópica, será porque estaremos tan quebrados que no nos podemos permitir separación alguna. El amor está bien, mueve el sol y las estrellas, y todo eso, pero no hay ninguno que aguante 24/7 horas en un espacio limitado. Ahí el perro habrá cumplido como siempre, sin queja alguna y agradecido. 

En todo caso, entre todo el reino animal aparte de fidelidades, egoísmos y vanidades, yo prefiero la discreción de mis patos del Pisuerga. Sujetos con ritual propio, van a lo suyo en grupos y encima siguen procesionando hasta la Cruz que tenemos en el paseo Juan de Austria, continuando un catolicismo acuático inalterable a virus alguno.

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