Y llegó una generación al poder. La primera cuya biografía se ha forjado en democracia, vástagos del baby boom, nacidos en paz, con panes debajo del brazo, sin rasgo alguno de sufrimiento real y sin más dios que el «bienestar». Generación de juegos de mesa, monopoly, risk, primeros spectrum, varias consolas, última generación de móvil… Llegaron al poder con mantras posmodernos que al ritmo de rap aspiran a asaltar cielos de neón unos, heredar tronos sin horizontes ni altar, otros, manipular la historia, todos. Así embriagados en coro de el «futuro nos pertenece» fueron al asalto conjunto.

La generación autocoronada sin pudor como «la más preparada» de la historia de España llegaron «auto becados» de doctorados falsos, másteres inexistentes, matrículas comisarías y complutenses, para anunciar a bombo y platillo que vienen a romper la baraja del mito del bipartidismo. Con la coartada de la «libertad» han llegado para demostrar que son más sectarios, cetrinos, egoístas, malcriados que sus antecesores. Han venido para jugar… su juego. La política, ese «arte de lo posible», «vocación de servir», y demás verdades olvidadas, se ha reducido a mero juego de poder. Sabemos que ese «poder» siempre ha estado presente, no nos engañamos, pero pasa de pecado original inevitable a ser objetivo único y deseado. Tipos incapaces de tener visión de estado alguna, ni que decir tiene de patriotismo, hacen su juego personal moviendo a un pueblo de urna en urna, de casilla a casilla, haciéndole creer que es más libre. 

El problema de un país sin sentido de clase ni élite, incapaz de inculcar valores de élite, moral de élite y responsabilidad de élite, produce la situación plana de un sistema que no tiene hombres a su nivel. Se dirá que no todos son igual de irresponsables, es claro, pues eso de la igualdad no existe ni en teoría. Pero sí todos son mediocres. Se dirá que la situación es difícil, pero es que la vida es difícil. El problema es que no saben ni vivir ni servir. Que una generación no sea capaz de gobernar con una mínima intención de servir a algo tan complejo como España y trate de ajustar mentes y comportamientos haciendo pasar una y otra vez a un pueblo por las urnas hasta que, por aburrimiento, hastío y sondeos amañados salga la fórmula mágica para que gobiernen, es indecente. 

No me engaño, claro, no soy tan inocente para no ver dónde está el quid de la cuestión. El escenario nos muestra que lo público es un negocio privado. Paradoja que envuelve a un ente como es el Estado como monstruo mucho más fuerte y depredador que cualquier libertad privada. Esta generación se ha hecho, con diferentes visiones, de una parcela de la realidad que, sirviéndose de un pueblo cada vez más simple, se va alejando totalmente del mismo. La política ya no está para servir, está para asfixiar la libertad espontánea de la actividad de un pueblo que se deja sofocar por ese monstruo llamado Estado. Un «Estado cortijo» que abarca toda la realidad, desde las segadoras vitales del aborto a la eutanasia. 

España ha muerto dije hace tiempo,  y su asesino se llama Estado «español», lo repito y suscribo. Nos harán votar hasta que, con risa merma, nos quedemos sin brazos mientras la cárcel se hace más estrecha. «España está politizada», se decía con orgullo allá en la Transición, sin saber que «estar politizada» no es más que una reducción del Alma, lifting de vida. La generación indigna seguirá jugando su juego de tronos y, lo más grave, es que harán bailar a un pueblo dual y bipolar que sigue sin enterarse de la fiesta en una danza tonta y maldita. 

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