Y llegó octubre, otro octubre. El tiempo se revuelve entre altas temperaturas y tormentas, con desproporción de nervios. Asusta darse cuenta del paso del tiempo, de su trote avasallador por unas biografías que se van construyendo al galope del mismo.

Las fases de la tierra y del cosmos nos enseñan a asumirlo. Pero ahora,  cuando sólo pisamos alfombras cemento y nos iluminan astros contaminados de neón, no acertamos a entenderlo por no ver la sinfonía de la Creación y así entender la pequeña melodía que somos. Decían los antiguos catecismos que Dios se explicaba a través de su creación y, cuando la misma se desvirtúa o ignora, ya no se explica nada.

Pero llega octubre, otro octubre, y el vómito del tiempo nos esculpe en un espejo que miramos al amanecer, esa hora de la verdad. Y vemos la devastación de las horas esculpiendo en las arrugas como una partitura atonal, hundiéndose en las ojeras de una mirada que lucha por ver algo. Entonces uno piensa en la sinfonía del tiempo, en esa música invisible que mueve el sol y las estrellas que los antiguos entendían tan bien. Y lo entendían porque sabían que la Verdad estaba arriba y atrás, en los Cielos y en el Principio. Y todo el camino del hombre no es más que, desde arriba y desde atrás ir hacia adelante. Sólo así es la forma de ser aliado del tiempo y que no te destruya convirtiéndote en máscara.

Hace unos días, en inolvidable septiembre, fui a buscar el Tiempo con unos amigos: Teresa y Poli. Como la película “Jules y Jim”, corrimos por las calles de Castilla en busca de archivos perdidos, esos custodios fieles del tiempo que, como perlas, recoge en arcos para de generación en generación entregarse en relevo por cada hombre. Recorrimos casas modernistas y salones de masonería hasta llenar a universidades. Sus clases estaban gravadas con firmas de genios a modo de grafiti de siglos de oro, entramos en aulas donde resonaban el “decíamos ayer”, salas cuyo eco helado sostenía el “venceréis pero no convenceréis”. Paseamos por claustros contrareformistas cuyas cátedras de teólogos explicaban un Cielo justo y clamaban por una tierra cuya economía estaba sujeta a la conciencia del hombre.

Desde atrás y desde arriba, empezamos a ascender el camino. El conocimiento se hizo alegoría dual donde nos sumergirnos en el infierno para volver a resucitar con un corazón abierto. Así dispuestos, saltamos hacia una ruta de escaleras de caracol controladas por semáforos que evitaban el cruce con un semejante. Y el tiempo apareció así, de repente, en un gran reloj y en el sonido de unas campanas cuyo temblor daba sentido al horizonte. Entonces, entre sonrisas de niños aplicados nos acercamos a cuatro tambores en que el tiempo se había dividido para hacerse más sutil. La idea era mover simultáneamente los tambores en ritmo contrario para así extraer una recompensa de años. Era un juego, y como tal, muy serio. Uno por uno nos zambullimos en la sacralidad de lo eterno y, con riguroso orden y silencio, completamos nuestra obra. Salimos felices y en silencio hacia las alturas cuando sonaba la hora del vermú. Siempre hemos sido puntuales para eso, pero nunca tan conscientes.

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