Y pasó Inglaterra. Felicito por wasap a Pandora que me devuelve una biografía de corazones “bloody purple on the rocks”. Pregunto cómo se lo han tomado en Dublín. Cuestión retórica, desde luego, pero que me acerca la memoria al corazón las historias sabidas que a uno, niño que es, disfruta por su repetición.

Sí, sé lo que sobreviven en Dublín como sé lo que viven en Bristol, mis dos ventrílocuos urgentes de la memoria. El factor común de ambos pueblos es que, a estas horas, estarán inmersos en alcohol: lo que a unos les sublimará la euforia, a los otros calmará la melancolía. Los rostros de ambas islas estarán igualmente sonrojados, aunque unas caras estarán largas y otras no.

“No han tenido mucha oposición”, “desde luego con Croacia no pueden”…

Los comentarios de la televisión pública irlandesa serán corroborados así por los televidentes. Los mismos que apenas ayer no podían ocultar su euforia ante el escándalo de aquel gol de Inglaterra, invisible para un árbitro y obvio para el resto del mundo, cuando pasó medio metro la línea de meta y salir rebotado. La alegría por la desgracia ajena si no tiene tanta profundidad, sí que se ornamenta más. De hecho aquel momento me pilló en el servicio de Snappers y me hizo salir del estruendo exterior pensando que había pasado un bombardeo o algo así.

En Bristol, por otra parte, como en cada rincón de la vieja Inglaterra y colonias extranjeras del sur, se preparan para el delirium tremens, donde cada hooligan se cree San Jorge, no por fe ni arquetipo, sino por la vista etílica de dragones que les esperan.

El factor común definitivo es que los irlandeses aman la Premier League inglesa, proporcionalmente al odio que guardan por la selección. Entre Liverpool y Manchester, cada día de partido se dividen aviones desde Dublín para asistir a los partidos. Pero esto es otra cosa, la grandeza del fútbol como válvula de escape, con sus significados y significantes.

En fin, Pandora irá más tarde al “Cussacks” y repartirá mi pésame a la feligresía que responderán con un “blessya”. A Bristol les llegará un Cheers al “Prince of Wales”. Y aquí, en Madrid, viendo a Croacia jugar con los sueños rotos de una España en noche caliente donde sus calles hormonadas grita una rabia de orgullo perdido.

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