Teresa Sánchez

Los días se habían vuelto tan cortos y la noche tan larga que sabía que se acercaban los duros días del invierno. Por supuesto Kaytro no sabía a qué se debía que el sol tardará en aparecer, se desplazara tan bajo y calentara tan poco, y no como cuando volvían las garzas al lago o se veía a los animales emparejarse y criar nuevas camadas. Sólo sabía lo que le enseñaron sus ancestros, especialmente su padre cuando le permitía acompañar a los adultos en sus trabajos, que los astros cambiaban el clima y dirigían sus  labores. De ellos aprendía poco a poco las lecciones de cómo funcionaba la naturaleza, a sobrevivir o sacar provecho de lo que ofrecía en su entorno. También conocía y disfrutaba de los consejos, historias, recomendaciones que escuchaba a las mujeres, sobre todo a las ancianas, que explicaban el porqué de las cosas, de la vida y alertaban sobre misterios, monstruos o peligros.

La hechicera que presidía el clan femenino le había explicado que nació muerto cuando su madre, embarazada, se ahogó en el lago. Le había descrito cómo su magia le había sacado del vientre de su madre y devuelto al mundo de los vivos para que su padre, el hijo de la anciana bruja, perpetuarse su nombre en un hijo varón. También le mostró que su ánima, que había estado en el otro lado, donde van los muertos, había recibido el don de descubrir lo oculto, advertir la singularidad de personas, o comunicarse con animales o plantas sin necesidad de palabras.

Se sabía un poco distinto de los demás en cuanto entender lo que le rodeaba, sobre todo porque las viejas le observaban con temor, y su padre le había prohibido hacer o decir muchas cosas para que sus iguales en edad no se burlaran.  En las reuniones nocturnas en la tienda del owok, donde sólo se reunían  los hombres, notaba que le escuchaban con curiosidad cuando preguntaba sobre el mundo, a la vez que murmuraban por lo bajo sobre sus rarezas. Sólo la hechicera le explicaba que era un doble rach, que en él habitaban dos espíritus, el que le había correspondido el día en que le engendraron, y el espíritu de su madre, que había perdido su cuerpo cuando el agua la atrapó,  pero que su espíritu y su aliento tenían que seguir viviendo en él hasta que pudiera ayudarla a encontrar el camino a las estrellas.

Notaba que aquello le hacía distinto, que los demás habitantes de la aldea, a pesar de no haber superado la infancia, le respetaban y temían.

Para librarse de aquello y ser uno más del clan de varones, era por lo que en noches oscuras, salía a mirar las estrellas y buscar los caminos de los rach perdidos. Su padre no le dejaba ir solo por miedo a las alimañas, en su aldea, pequeña y aislada en un estrecho valle montañoso, ya habían desaparecido personas sin dejar rastro. Para ahuyentar miedos y peligros le acompañaban sus dos mejores amigos, dos perros fieles, buenos guardianes de ganado y haciendas. Así, arrebujado en su manto tejido con la lana de yak, su gorro de piel de conejo y un vergajo trenzado con tripas a modo de defensa, se sentaba cerca de la puerta de su tienda a contemplar el cielo nocturno.

Había tantas estrellas que se angustiaba, no podía reconocer caminos ni puertas hacia el mundo de los espíritus. Reconocía la belleza, disfrutaba con el misterio de la noche, estaba acostumbrado a los ruidos de la oscuridad y apaciguaba con caricias las alertas de los perros, pero se sentía incapaz de buscar la paz que su madre le urgía en sus adentros. Siempre que estudiaba el cielo intentaba encontrar un refugio al rach de su madre y se esforzaba en que su voz interior le dijera cómo un espíritu errante podía llegar hasta allí.

Aquella noche hubo un cambio, casi en el horizonte y entre un pico rocoso y el monte de las águilas, apareció una luz nueva, muy brillante y extraña. Ese día no pudo quitar sus ojos de aquella anomalía en el cielo.

En los siguientes días no pudo salir a escudriñar la noche porque el grupo celebraba la llegada del solsticio, no lo llamaban así, pero sabían que a partir de un determinado día de frío los días volvían a ser más largos y,  cuando se contaran seis lunas llenas volvería a renacer todo y la naturaleza cambiaría otra vez de color.

Cuando salió del owok la última noche de ritos, miró hacia el lugar de la “novedad celeste” y se sobresaltó. Estaba mucho más cerca y dominaba el horizonte son su presencia. Los viejos del lugar empezaron a elucubrar con el anuncio de un hecho extraordinario, posiblemente una catástrofe. Por eso, cuando apareció el extraño vagabundo, un viejo con ojos de halcón, todos se alarmaron, todos menos Kaytro que intuyó que su presencia tenía que ver con aquella luz del cielo y a él le interesaba saber si aquello era importante en su búsqueda de caminos celestes.

El caminante estaba cansado y pidió asilo por unos días. Su presencia no era del gusto de los habitantes de la pequeña aldea porque le consideraban portador de horribles presagios o extraños conjuros, incluso la hechicera desconfiaba, pero el temor les hizo aceptarle. Se le veía marchito y sucio, pero parecía tener un empaque de hombre importante. Sabía muchas cosas y les hablaba de un mundo y costumbres que nunca pensaron que existieran. Hacía preguntas sobre sus tradiciones y les hablaba de una extraña leyenda sobre un gran rey que tenía que nacer por allí cerca, o eso pensaba él.

Enseguida Kaytro y él simpatizaron. Ambos adivinaron en el otro un aura especial. El extranjero le preguntaba sobre su madre, su lugar de nacimiento y su antepasados, a la vez que le miraba con ojos profundos e inquisidores. Kaytro adivinó que aquel hombre seguía aquella rara estrella que llevaba meses brillando y quería saber si era porque le señalaba el camino hacia el otro mundo, lo daba por hecho al verle tan viejo y ajado, ya casi a las puertas de la muerte.

Cuando se atrevió a preguntarle por la estrella y el camino que señalaba, el extranjero se interesó por aquella curiosidad e indago con prudencia en el alma infantil. Supo así por qué aquel pequeñajo espabilado y carismático le había fascinado desde que le conoció, supo de su historia, su enigma, el peso del rach que soportaba y su curiosidad por las estrellas del cielo.

Kaytro recibió respuestas. Las que buscaba. La Estrella era un camino pero también una culminación, la estrella era una puerta y una promesa. Era una señal y una meta. La estrella señalaba el comienzo de la paz que ansiaba para el espíritu materno.

El padre de Kaytro sentía temblar su alma con la presencia del aquel forastero. Le veía intimar con su hijo, responder sus preguntas y encender curiosidades en el niño. Supo que aquel hombre le daba al pequeño un alimento espiritual que nadie de la aldea le podría aportar. Supo y sufrió porque el espíritu del hijo iba a volar con aquella extraña estrella.

Cuando el extranjero se marchó, Kaytro le acompañó. Aquel hombre viejo se convirtió en su maestro, compañero, amigo, mientras él le servía, ayudaba, aprendía, observando fascinado la sabiduría de aquel  mago convirtiéndose en su discípulo aplicado.

Junto a aquel hombre descubrió nuevos pueblos, nuevos territorios, descubrió el mar, el desierto y vegetación nunca antes vista. Conoció otros personajes importantes a semejanza de su señor y tuvo un aprendizaje largo y exhaustivo de ciencias y cosas ocultas para la mayoría de los hombres. Pero lo más importante es que la estrella les acompañó durante un año señalando el camino a espíritus, así como rutas de esperanza y salvación.

Con aquella estrella cambió la vida de Kaytro. Pudo orientar el espíritu de su madre hacia la paz del mundo etéreo e intangible donde todo está presente. Aprendió de su nigromante maestro a buscar en su interior respuestas y conocimientos  para regalarlos en noches de solsticios. Y se atrevió a llevar consigo la mirada de una mujer especial y la sonrisa del niño que había parido, ambas cosas mezcladas en su corazón como un fuego sin lumbre, que le empujaba a buscar almas atormentadas y vacías para llenarlas de aquella mirada femenina y aquella sonrisa infantil, regalos de una estrella.

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