María Belén López Delgado

Agosto es, por excelencia, el mes de las fiestas de los pueblos de España. ¡Gran tradición, sí señor, que espero no dejemos caer!

Antes de seguir, tengo que confesar que yo nunca me tuve por ser muy “ferianta”. Eso, al menos, creía yo. Pero las paradojas de la vida te dan un zarandeo y se te acaban los remilgos. Y como lo que sí tuve, desde que nací, fue una gran vocación viajera, pues me apuntaba a cualquier bombardeo festivalero, y generalmente taurino, que me propusiera mi divertido padre, con la tentadora promesa de comprarme almendras garrapiñadas en los puestos de los feriantes, y que a mí me volvían loca.

Mi madre, por el contrario, me llamaba chicazo por atreverme a correr los encierros de Sepúlveda, pueblo natal de mi atrevido progenitor, cogida, -más bien, soldada- a su mano. Aquellas excitantes experiencias ya empezaban  a hacer surco en mi gusto por las fiestas del pueblo, y hasta las esperaba con impaciencia.

Por otro lado, mis abuelos maternos, que nacieron, vivieron y murieron en un pueblito de Ávila, en donde se celebraban, y se celebran, con gran alborozo y despliegue de festejos, la llegada de “San Bartolo”,  su Santo Patrón, tuvieron mucho que ver en mi posterior afición a las fiestas rurales. También, junto a tan fausto motivo, esperaban la llegada de la “señorita de Madrid”, como ellos me llamaban en tono cariñoso, y con la noble intención de que me dejara de las aburridas tareas de la capital y descubriera los privilegios de pasarlo pipa, bailando y saltarineando detrás de las charangas mañaneras que acompañaban la animada procesión del santo. Pero a mí, en principio, se me hacía cuesta arriba el plan.

Un año estaba yo en segundo de bachillerato y me suspendieron matemáticas. Mi madre, como castigo, y sabiendo de mi poca afición a su pueblo, me mandó a casa de los abuelos “a estudiar para septiembre”, que se decía. Y, de paso, a ver si  se me abría el apetito con los aires de las vivificantes pinadas abulenses, y me sacaban algo de lustre; las flacuchas estábamos aún muy  lejos de estar de moda. Mi abuela me decía: “hija, tú no es que estés flaca, es que eres un espindargo”. Vete a saber qué sería eso de “espindargo”, pero a mí no me sonaba a nada bonito. Me hundía la moral, la pobre, sin saberlo. No obstante, me exhibía como la niña fina y delicada que no era, pero es que ella aún no estaba enterada de mis correrías taurinas, tan poco propias de una niña de la capital.

Recuerdo que allí, en el pueblo, chocaba mucho mi palidez urbana, en contraste con el color requemado de las mozas del pueblo por trabajar en las labores del campo. Yo admiraba, con envidia cochina, su color requemado, y ellas, a su vez, babeaban ante mi color lácteo. Lo peor, para ellas, era que las ansiadas fiestas del pueblo llegaban en plena canícula y, por tanto, en plena temporada de siega. Por eso, desde algún mes antes de la llegada de las fiestas, salían a segar  tan temprano y tapadas como momias con el fin de mantener una cierta blancura en su piel, lo cual era signo de elegancia y buen vivir. ¡Qué importante era la celebración de las fiestas, por la variedad de vivencias extraordinarias  que traían a los pueblos!  Debe de ser por algunos de aquellos recuerdos que me guste tanto la zarzuela de “La Rosa del azafrán”.

Me asombraba  la cantidad de dulces y ricas viandas que preparaban con un ritual casi religioso, y con la antelación debida, para la celebración de su venerado, San Bartolo.

Lo más gratificante era acoger a los vecinos en sus casas y agasajarlos con lo mejor que tenían, haciendo un admirable derroche de generosidad y hospitalidad. Las mozas y mozos de la localidad, y aledaños, echaban el resto en el vestir, luciendo lo mejor que tenían para asistir a la Misa Mayor. Ni un alma se quedaba en casa

Al paso del tiempo, recuerdo, con nostalgia emocionada, aquel delicioso aroma a pastas  y a bollos, recién salidos del horno, que impregnaba todo el pueblo; la madrugadora banda de dulzainas y tamboriles, animando a empezar la fiesta; el sonido de las campanas de la iglesia, llamando a la gran celebración; a D. Eutimio, el viejo párroco, todo nervioso, pasando lista visual y, preguntándome ¿y tú, de quién eres?

Hoy, celebramos el día de la Virgen de Agosto, la Santa Paloma; la fiesta más castiza y representativa de Madrid. Una fiesta llena de tradición, con sus gentes; sus chotis, tan chulamente bailados; sus deliciosos barquillos y churros;  su grandeza, y su gran devoción por la Santa Paloma.

Todo ese valioso alijo de cultura y costumbres que España guarda en sus raíces más profundas, hay que cuidarlo y conservarlo como el gran tesoro que es y que tenemos.

¡Qué GRANDE eres, España!

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