Fue un detalle, apenas un detalle. La segunda tarde de junio expira un olor a tierra mojada filtrada por los ventanales del castillo.

La Dehesa de la Villa, tiritona de soles y atletas, se dejaba acariciar por un leve chubasco que nunca existió. El fantasma meteorológico se intuía muy audaz, con pretensiones de tormenta. Esbozó un ronquido al llegar, de hecho. Oímos, lo juro, un suspiro con pretensiones de orgasmo que buscaba una pasión tan fingida como anhelada.

Y es que la tierra ya no sabe qué hacer. Ni ella, ni las criaturas que la pueblan errantes. Una y otros se secan en bochorno frígido, en hermandad que dibuja pensamientos circulares en la arena neuronal. El agua no llega, y de las tormentas ya sólo se adivinan truenos que no sabemos si están dentro de la glándula pineal o fuera de las galaxias.

Ha sido un sueño, claro, un desliz que nos deja una verdad de olor a tierra mojada cuyo recuerdo nos deja seguir viviendo.

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