Nuestros entrañables enemigos anglos están moscas porque se quedan sin lechugas. Sus tabloides y las redes se ensañan con España, denunciando que los restaurantes patrios tienen todo el verde guardado mientras ellos no pueden degustar sus ensaladas por escasez de importaciones. Se les explica, desde el otro lado del canal, que es un problema del mal tiempo, poca producción y demás variables microeconómicas. Sin embargo, of course, los anglos no se fían, como es de vigor entre viejos zorros; como nosotros no nos fiamos de ellos, anyway.

Al ver la disputa en la tele, en este Febrero de viento crispado, viene a mi recuerdo un sms que decía: dont 4get the green stuff. Era en la primera etapa de un Bristol iniciático y el mensa no ha perdido su genio pelirrojo. Hacía mención a mi sistemático olvido de compra de verduras en el supermercado de Gloucester Rd. Siempre me olvidaba comprar esas cosas, pues no soy hombre de lechugas ni derivados; me valían las ensaladas de tomate y ajo hasta que me aficioné al green que, junto a la cerveza british, fue la gran aportación de la cultura culinaria del Reino Unido de la Gran Bretaña a mi biografía. Aprendí a comer ensaladas en la isla, favoreciendo el watercress, y el lettuce,  berros y canónigos de aquí, que se unían a los cherry tomatoes, maíz e incluso alfalfa, que yo insistía en que eso en Spain era para los caballos, bregando ante el discurso de las virtudes energéticas que, con ese pragmatismo british, ignora el placer del sabor por la metafísica de la salud.

¡Ah! Las ensaladas, el curry, los biscuits escoceses, el permanente olor a especias, el té Earl Grey, los platos con brócoli y sprouts, los pasteles de carne… Todo el recuerdo se acumula esta mañana bajo una mítica imagen del english breakfast, que creían tan original con sus alubias negras hasta que les dije que ese monumento al colesterol era lo que se comía en los pueblos de Castilla toda la vida. Eran tiempos previos a la aparición de la cocina mediática, como Jamie Olivier, que se abría paso al banquete entre programa y concurso para educar a un pueblo que no comía por gusto.

El tema de fondo, aparte el desván de la memoria, es el de siempre, claro: que no nos pueden ver, con lechugas o sin ellas. Igual que el resto de un continente que siempre se ha movido a nuestra contra, y si bailamos a su son es para hacer un estriptis de nuestra naturaleza. Si Europa se molesta con nuestra agricultura, nos tiran los camiones en Francia, si al UK no llegan las lechugas por tormentas, nos boicotean restaurantes… y no pasa nada. Y eso a pequeña escala, claro, en la penúltima posmodernidad nos han vacilado sin rubor los europeos y los yanquis. Nos metieron en la OTAN-de-entrada-no con un 23F con F de falsete, a la trampa de la democracia liberal, de un 20D de Decadencia, y no te digo cuando osamos cambiar la geoestrategia superstar y de un golpe 11M de Mártires nos metieron al redil Eternoretornista. Así todo, es lo que hay, la Historia de nuestra vida, en fin.

En todo caso, yo ya paso de todo esto, desde mi acracia independente de recuerdos y vermuts. Por mí que les den unas lechugas japonesas de esas artificiales que se hacen en un minuto y, si no, cuando vaya a Bristol a coger mis pounds, antes que el Brexit se lo coma, me llevo en el equipaje de mano un par de puerros para comerlos con el gang a la luz de la chimenea del Cat and Wheel mientras nos rompemos de nostalgia e himnos recordando el green stuff. Cheers.

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