Nos llegaba hoy al cole el niño Messi sin afeitar, grave de traje azul, planta de colegio mayor. Le espera un pupitre con tribunal de togas, abanderado de símbolos, entre altavoces y adorno de martillos que esperan el “no hay más preguntas señoría”. Messi corría las escaleras  hacia un escenario sin alfombras rojas, entre paparazzis y fieles, ociosos de miércoles en busca de alicientes. Le acompaña su papá, papito, papossha, repeinado con gesto de extra del Padrino II, como todos los amiguitos de la corte angélica de Leo, en su amor de comisiones, representantes por ciento, asesores del vacío, consejeros de nada y vividores de todo. Messi trotaba en esta mañana de Junio con ese aire ausente tan suyo, propio de los genios con mundo propio, bordeando un autismo incompartible que sólo se rompe por algún vómito a destiempo. El niño se sienta formal y torpe en el banquillo, lugar desconocido para él, maldito e incómodo de maderas con pupitre adosado. Quizá le recuerda a las escuelas que no ha ido, siendo como es un chaval libre, creador de espacios muy suyos en campo abierto y piruetas, de espirales locas que crean laberintos cuya salida sólo él conoce. En este salón Messi se le ve perdido y apenas tiende la mano del papá que le tranquiliza: tranquilo, vos dejáme a mi. Le preguntan los profesores malos y se revuelve tímido en su rincón para hablar monosílabos sin vocalizar que se entienden demasiado. Papá sabía, papá me daba, papá me desía firma, paposha lleva todo… Y como buen hijo, Messi firmaba los papelotes de papá antes de irse a la ducha pensando en nuevos goles.

Messi, Don Leo, es la historia repetida de los “otros niños de papá”. Niños de una especie mutilada, que se bifurcan en dos clases: la de los papá supermán y la de los papás listillos. Ambos, en su proyecto depredador dejan una descendencia rota por ambición, sean las Cristinas Onasis con sobredosis de soledad, o tontos del culo que persiguen subirse a la grandeza de un árbol genealógico a robar manzanas indigestas. En este primer caso los niños mueren por imitación o complejo del Monstruo. Pero los niños como Leo,tienen una vía inversa… aunque termine igual. Estos son niños cuyo talento alimentan la rapacidad del padre que va y viene con papeles falsos por firmar sin saber que el chaval no sabe ni leer, ni falta que le hace. Ambas especies se juntan en ese limbo del fracaso edulcorado, donde tras una apariencia de vida deslumbrante esconde juguetes rotos. En el mejor caso, roto de carencias afectivas, en el normal, de carencias de todo tipo. La imagen hoy de un tío, ídolo del pueblo y maestro en su campo, encierra el patetismo de las biografías amañadas. Hemos visto muchos y no compensa, desde la rabia de la Vicario al rencor elegante que alguien como Agassi derrama en su sublime biografía «Open».

Es la triste historia de los papás depredadores que, en esa vía que llaman éxito, van llenando cuentas a costa de la idiotización del hijo. Messi, se dirá, estaría de acuerdo con el montaje, disimula y es en fondo y forma como su padre, pero yo no estoy hablando de eso. Sino de algo más grave: de la obscenidad cruel que, bajo la máscara del éxito, no sólo mata a los protagonistas sin saberlo, sino que se derrama su pus hacia los parajes de un pueblo memo que acepta todo. Modelos, en fin, que el sistema se ofrece a sí mismo, porque son naturales a una forma de pensar implícita.

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