Y regresé al José Zorrilla. Sea éste el «Nuevo» o el genuino, para mí es indiferente, siempre será el mismo, pues mi biografía se ha gozado en ambos espacios fusionando un solo solar en el alma. Gozo sublimado y formativo servido en grandes dosis de sufrimiento, claro. Aprendimos tan pronto que el sufrir es el corcel más veloz que nos acerca a la perfección, a la pureza, como nos instruiría libros después un ruso listo sobrado de letras. Sabemos que hay maneras de sufrir, desde el masoquismo a la santidad. Unas destruyen, otras crean. Ser hijo del Real Valladolid, me hace acreedor de la comprensión sufridora de aquellos hermanos que nunca negociaron dejar de ser del club de la tierra que les parió para venderse al paletismo fashion del establishment de turno. Estos camaradas sabrán con orgullo, lo que es sufrir… pero con alegría.

Y voy con este orgullo en la cabeza mientras paseo de mañana por el templo. Rezando así en blanquivioleta veo entre el vacío de la hora a un chico agarrando las verjas en debut ante El Español, con Moré de capitán, llorando ante un gol de Ruski anulado frente al Madrid, admirando a un imponente Gilberto, estrella negra de Honduras, frotándose los ojos de sorpresa ante el debut de Onésimo, acompañando a Juanito derrotado ir de rodillas desde el centro del campo sin saber que su liga estaba perdida en Gijón, agitando la nacional en final sub 21 de rojo y gualda, recibiendo a los hermanos Hierro con rizos y contundencia, saltando con el segundo gol del polilla Da Silva a Arconada en goleada de miércoles, unirse al rugido del cemento ante gol inaugural de Jorge ante el Athletic, escuchando a Maturana explicar la zona con flechas en pizarras tras derrota contundente ante el Barcelona, alucinando con Higuita en medio campo y Valderrama perdido entre pendientes, siempre con el recuerdo del pelo blanco de Paquito y el cigarro de Cantatore mientras el Pato Yáñez va corriendo la banda y el loco Fenoy dispara protestas al cielo… para por fin ganar un título que ya no existe.

Todo eso y más se revuelve en una semana post Santa en día de fiesta. Semana que empezó con un sólo de alegría entre un sol nublado que llora un idealismo romántico y desconcertante. El Zorrilla se llenó milagrosamente en hora del vermut para una Final de rugby en domingo en Castilla dando comienzo a una época. El rugby me lleva a mi otra vida: Dublín y a su neblina memorial de un bloody Sunday en estadio maldito donde el rugby es más que un juego, aunque sea extranjero, a Inglaterra, Bath, cuna del juego de truhanes, a Gales, en fin, donde las minas proveen jugadores que no fueron a public shools, a las neblinas místicas de Edimburgo… pero siempre de regreso a Bristol.

Dos cosmovisiones que rememoro bajo la lluvia 20 de Abril, día oficial de la nostalgia de una generación desde dos espacios sacros que ensenan la vida en césped pintado. Camus presumía de haber aprendido mucho, o todo del fútbol. El rugby tiene códigos ideales, es lo que la vida debería ser: lo pueden jugar todos los tipos, gordos, bajos, torpes… pero con instinto matador, fidelidad y orden. El fútbol es… lo que la vida es. Punto. Uno nace en los barrios y el otro en los colegios. Dos visiones complementarias, dos formas de evangelizar la vida, ascendente y descendente, en un patrón común: la victoria, el ataque, la defensa, el tiempo y el honor, con lista infinita. En un espacio de hierba arrancado a la naturaleza en excepción de cemento gritón se desarrolla así la pasión de una forma de sentir y ser sintetizada entre colores e historia.

Cada uno aprende cómo y dónde puede. Los campos de juego me han enseñado filosofía tanto como los libros. Pero no todo, ni mucho menos. Para esbozar deportivamente la vida entera hay que haber corrido un maratón y entender de toros. Luego se lee usted a Kant y demás farsantes y comprende la gran mentira que nos llega desde Descartes. Pero eso ya…es otra historia.

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