Semana Santa en Castilla. Los estandartes de cofradías visten la piedra de la ciudad. Desde Zorrilla a San Martín peregrino una ruta santa de cruces simétricas e incienso. Al llegar a mi destino el Santo mueve su capa y la Rubia aparece entre las calles. La observo desde el interior de los “Huevos de Fraile”, taberna par que, con la Palomita, da forma a la plazoleta católica y casta de la capital. Aparece entaconada con gesto de niña que llega tarde ondulando una sombra dorada en movimiento. Doy un sorbo al clarete y me acuerdo siempre de la primera vez que la vi, en un inicio de año entre motores. Cuando nos saludamos, supe que los vermuts iban a ser muy largos.

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Y es que en esto de los encuentros virtuales hay que ir siempre con una coartada en el bolsillo, mayormente porque la diferencia entre los emoticonos y la realidad canal es apabullante y en muchos casos todo termina en un saludo, cuatro risas, dos refranes y puerta con excusa. Pero no en este caso, pues la Rubia dijo un “hola” para quedarse. Saludo como entonces: sonrisa y besos de Chanel que abren una jornada de pateo en la ciudad entre confidencias, templos y tabernas. Vermut que empieza en horas santas y sin darte cuenta nos retumban nocturnas las campanas de la catedral reclamando a Cenicientas tardías.

La Rubia pertenece a la rara especie de los Seres radicalmente Vivos. Era coherente, tal como la imaginaba: pequeña con pelo de oro que sólo se corta ella – no me entienden el pelo, me confesó – creando una firma entre rebelde y chic que corona su personalidad.

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Tras los claretes introductorios presentamos los respetos a nuestro patrón particular y bajamos por la calle Moros. Zona crucial de una ciudad donde antaño se cobijaba a La Esgueva y rondaban las meretrices. Área literaria inmortalizada por una obra del Páter Martín Descalzo con cita evangélica. Cigales, careta, pinchos morunos y chipis sirven para nuestro repaso político-vital. Al salir de la zona nos encuadra la Reina de Castilla, la Antigua y donde siempre hacemos fotos a contraluz que me recuerda siempre la primera fotografía: “más arriba, no me saques esa casa…” Era el primer día y no salí de mi asombro. La Rubia miraba impertinente detrás del visor y me corregía la posición. Dejé la cámara muda y torné la mirada hacia ella, de arriba abajo, lentamente y con intención instintiva. Me entró un remusguillo en el estómago y una risa floja empezaba a amanecer. No me habían corregido una foto en mi vida,
¿quieres hacer la foto tu, mejor?, dije serio.

Hizo la foto de puntillas, a ver qué te parece, dime. Era buena, mucho. Veía lo que yo, pero desde otro punto de vista. Original y bueno. En su desfachatez se la jugó… y ganó. Entonces recorrimos la ciudad como niños haciendo novillos en un safari fotográfico, ella con su móvil y yo con la cámara. Mientras ella miraba a la ciudad mientras yo la retrataba a escondidas. Saltarina con su teléfono mientras la observaba nos fuimos así interpretando entre cámaras y plateresco. La hice fotos en todos los sitios y gestos, y todas eran buenas. No por mi habilidad sino por ella. Lo que tiene la efervescencia vital es que siempre es fotogénica. En un exceso de confianza la agitaba el pelo y la retrataba cenital. Esto era ya confianza y sello de amistad, claro, porque no hay muchas chicas que se dejen agitar el pelo así como así. Y menos en un vermut, en fin.

Con esa foto primera me amplió el punto de vista. Y lo hizo con delicadeza y autoridad, firma de su áurea. Los vermuts se hacían así artísticos, intensos y muy estéticos. Tras horas entre la piedra, agotados de representar la ciudad llegaba la hora del Penicilino, en su luz permanente. Tras sus rejas contemplamos la gloria inacabada de la catedral y veíamos atardecer en su cambio de colores mientras sus manos anilladas me ofrecen una “zapatilla” de Portillo en un crepúsculo de brindis propio “por nuestros momentos sagrados”

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1 thought on “VERMUT CON LA RUBIA

  1. Un vermut que me hubiese gustado compartir tan buenos amigos como el almirante y la «Rubia».
    No pudo ser, pero he ido degustando esos claretes y paseando esos lugares, hasta enfilar López Gómez, plaza de España, plaza de Madrid, para desembocar en Gamazo, 4, donde recalaba durante la estancia de mis hijos en Valladolid.
    Besos y abrazos, por este orden: las damas, primero.
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