El viento se revela con más fuerza cuando llega a las inmediaciones de Connolly Station, la estación situada al norte del río Liffey. La corriente helada que nace de las esquinas árticas de la tierra, atraviesa el Irish sea para llegar rabiosa al centro de la ciudad. Tal fuerza apenas se alivia al pasar por el túnel que divide las últimas plataformas, en ese mínimo paseo decorado con imágenes de gigantescos muñecos con coronas que ríen y comen hamburguesas, o con esos individuos de mejillas coloradas vestidos de coca cola con gestos que quieren ser entrañables.

Al salir del túnel la corriente me golpea de nuevo, trasladándome a lo real en un soplo siberiano. Me abrigo un poco mas colocando la bufanda en su sitio mientras el marcador con letras rojas anuncia que mi tren llega en doce minutos.
Un conjunto de personas heladas con bolsas esperan en el andén haciendo pequeños movimientos temblorosos provocados por el frío. Algunos caminan un poco y solo muestran unos ojos helados que sobresalen entre capuchas y bufandas.

Me ajusto más el gorro, me froto las manos y me coloco la mochila repleta de regalos y libros cuando, de repente, un ramalazo de vida portado por una corriente de carcajadas se hace presente en la escena. Tal alegría inesperada brota desde la pareja de novios que tengo enfrente. Ella le está enseñado algo en sus manos que ha provocado la hilaridad de su hombre.
Los dos se ríen sin poder apartarse la mirada con esas risas naturales, espontaneas y seguras que vienen del paraíso de las infancias. Su gozo se corona por un áurea móvil, juguetona que del aliento hace visible el frío, envolviéndoles en el humo de un fuego burlón que reflecta con luz propia la alegría de los dos rostros. La pareja no pasa inadvertida ante el resto de los que allí nos congregamos, y es todo un contraste ante nuestras silenciosas figuras encogidas, solitarias e inertes a las que apenas ampara la música sabida del mp3.

Los amantes juntan sus cabezas para observar algo que parece una máquina electrónica con la que juegan como niños que han descubierto un nuevo regalo. Cambian continuamente la posición de sus rostros mientras se deleitan entre interminables risas y mimos, tras los cuales se miran con asombro y sonrisa nueva como si acabaran de inventar el Primer Beso. Se cogen de las manos para no perderse, y el áurea del frío se funde en su pasión como si fueran uno. Me muero por hacer una foto pero creo que el momento es tan sagrado que no debe ser representado.

El tiempo pasa y el éxtasis se interrumpe por los altavoces metálicos que anuncian la llegada de un tren en la plataforma anexa. Llega la locomotora entre la oscuridad y ambos contienen los besos para encarar la puerta. Me preocupa, porque en esta estación de Connolly hay mucho espacio entre el tren y la plataforma, espacio que me parece más excesivo que nunca en esta ocasión.

La mujer encara la puerta del tren y su amante se coloca con precisión detrás de ella. Con un gesto que se ve varias veces practicado, el hombre coloca sus manos sobre la empuñadura de la silla, la eleva con fuerza y empuja a su amor hacia el interior del vagón. El joven se queda solo en el andén, duda un momento y a punto estoy de acercarme cuando con habilidad eleva las ruedas de su trono y con un impulso se coloca en el interior dejándose entrar por la inercia.

El tren avisa la salida con tres pitidos y desde la ventanilla les veo de nuevo besándose, sujetándose ambos a la barra amarilla con una mano mientras que con la otra se acarician seguros y tiernos como dos reyes en un reino aparte.

Miro a la columna y veo que la rampa de emergencia estaba ahí, ignorada. No ha hecho falta utilizarla y me alegro. El tren desaparece entre el vapor de la noche llevándose a los amantes dejando a la Connolly Station recuperar su rol de mera sala de espera para un conjunto de personas que tiemblan de frío mientras escuchan música en su mp3.

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