Es un lunes con ceño de rictus fruncido en LosMadriles de neón laico y amago de lluvia. Camino a las entrañas de la urbe entre la alegría infante de un personal que hace cola en autobuses de luz bajo la sombra efervescente del árbol de Colón.

Me espera el confort del «Muñoz Seca», teatro coqueto de paredes con mitos en blanco y negro. Saludo a La Lina y La Rivelles esperando una función que se salta el cartel oficial homenajeando a un juglar, al gran bufón del Ruedo Ibérico.

Ambiente propicio con melodías de pasodoble y ópera, fusión de clases, que van recibiendo a Premios Nobel de letras, editores castizos entre prohombres y lideresas, viejos ministros con gabardina que entran tímidos, sindicalistas altos y renovados, nuevos políticos que fueron actores, víctimas olvidadas del terror, liberales ácratas, marqueses  embajadores, gente del teatro, en fin, y, por supuesto… un torero.

Todo en honor de un hombre molesto con gesto de cínico sabiondo y voz de sorna engolada, que se atiende a los nombres de Albert o Boadella. Dualidad freudiana y cachonda que duplica un ego, ya de por sí duplicado, que el protagonista se encargará de exorcizar a última hora en monólogo a dos micrófonos. Será tras aparecer triunfal en paseíllo a oscuras tras dos horas de exaltación y elevación a los altares del Olimpo por su corte. De eso trata la velada: una corrida en 4 actos y finales a través de una vida entre altares y paredones, lugares sacros donde este sujeto ha sido colocado tras dar forma teatral a su sorna.

Lo presenta la dama de ceremonias, Cayetana Álvarez de Toledo, enlutada princesa andalusí para, tras torear con el capote un toro con divisa de descalificaciones de enemigos íntimos con acento del noreste,  para dejarlo en suerte de muletas de cartel catalán alternativo que se da el quite a turnos desde sus sillas de paja a ritmo de acordeón.

La historia del juglar comienza con un consejo de guerra y termina en un exilio. Biografía de fugas a gritos de mimo incómodo, puliendo en los años una voz de pez que canta a contracorriente, como define al artista, con el único oxígeno de una lucidez corrosiva. Lucidez cuyo precio a pagar, por ir demasiado adelantado a su tiempo, es quedarse esperando en peceras incómodas mientras llega el mar abierto de la historia a darle la razón. La grandeza del bufón lúcido es una labor de deconstrucción de su tiempo entre medias risas amargas, tal que, lo que ayer veíamos como una blasfemia hoy se nos descubre como tratado del más exquisito ortodoxo reaccionario, o lo que parecía broma irreverente, hoy confirmación de tratado histórico. En los teatros y las masías se paría así una verdad sietemesina, que no se veía en la mundo, mero perfomance de cartón piedra que nos vende el arte y la política. En una época tejida de mentiras en parlamentos y televisiones que se descubre verdad, como siempre, tras la penumbra de los telones.

El homenaje va in crescendo hasta dulcificarse por el aria último de un tono de amor fémina que viene a ser una eterna declaración de amor. Entre aplausos salimos fuera del teatro mientras cae ya la lluvia sobre los neones. La gente se apresura entre paraguas a la realidad matrix de sus plasmas para ver morir cuarenta años de cartón piedra en un debate de dos momias jugando al parchís con navajas.

Es un fin de época, de año, de ciclo en la Navidad sin Misterio en una capital de estado fantasma. Una vez más, la España eterna y terca se desnuda en verdad en sus teatros, templos y tabernas. Únicos reductos donde los espíritus de la intuición desvelan, en su aparente ficción de risas, la realidad secuestrada por las ambiciones de bufones sin gracia que se creen Príncipes.

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