Hoy celebramos dos Santos muy especiales: los padres de aquel primer Sagrario vivo donde se gesta un Hombre que salió de mujer para quebrar el tiempo y abrir el espacio para descubrirnos inmortales. Se juntan en esta festividad varios temas que, naturalmente, desafían los modernos puntos cardinales. Santos, en segundo plano aparente, que nos hacen reflexionar desde el gran árbol genealógico que enlaza la familia en ramas generacionales uniendo dos fragilidades complementarias en el mundo de hoy, especies ambas en extinción: nuestros mayores, pastos de asilos y eutanasias y las vidas emergentes seleccionadas a vivir bajo dogma de ser o no deseados.

La ley del deseo, clave y guía del presente absoluto, criterio de las generaciones intermedias que, en los años de su vida útil, tan inútil, han condenado a morir a estos dos bastiones de la familia. Todo comenzó hace pocas décadas, cuando comenzaron a florecer los siniestros asilos o residencias de ancianos, que llevaban al “higiénico” tanatorio. Impensables lugares, apenas lustros antes donde los mayores no solo se morían en su cama de toda la vida sino que tenían estatus de privilegio en su casa. Efecto colateral del mito de la felicidad de la vida moderna, maquina de manufacturar matrimonios con hijo(s) único(s) hiperactivo por huérfano que, en su promesa descreída de uniones eternas se divorciaban el corazón a velocidad del deseo para quedar biografías rotas e hipotecas vivas. Se reunían en esos tiempos los hermanos para concluir que al padre, vaya, nadie le podía cuidar, las excusas eran variopintas: desde una habitación que no hay hasta, el carácter de la mujer, el cuarto del niño hasta el que yo- no-valgo-para-cuidar-ahí-está-mucho-mejor…

Pero llegó la santa crisis, y entre una sucesión de rupturas y cambios de pareja, naufragando en ese otro mítico “espacio personal” donde yace toda una generación encontrando la nada, las hipotecas crecían vivas y he aquí que se hicieron nuevas colas nuevas en los asilos de carretera – entre la gasolinera y el burdel – para sacar corriendo al abuelo meado y deprimido con un amor de sonrisa falsa que anhela una pensión amenazada por los políticos. Así los patriarcas volvieron a sus casas, capítulo final, para financiar la ruina sentimental de una generación tan equivocada como absurda.

Y ahora, tomando el vermut en este julio infernal, cuando leo en las esquelas en los periódicos caer un abuelo camino del Cielo, sé que entran dos familias en bancarrota. Entonces rezo una plegaria al sujeto, a San Joaquín y a Santa Ana mientras termino mi vino.

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