Anochece un Madrid en inicio de finde que devuelve la primavera a las terrazas. Tras las labores, troto por Atocha hasta atravesar el Callejón Doré, mítico pasadizo donde se fusionan templos y cinematógrafos para, bajo los anteojos de la taquilla, entregar mi carnet de socio y obtener una invitación al Baile de ese genio madriles llamado Don Edgar Neville.

Hay menos de media entrada en mi segundo hogar y veo con disgusto se que ha ocupado mi trono de la columna. Sin problema me voy simétricamente a la casilla opuesta en movimiento de alfil y ya, en el tablero de butacones rojos me acomodo rezando al firmamento azul del firmamento modernista. El lienzo a la realidad se abre entre toldos para mostrar un Retiro en sepia levemente coloreada de niños ricos, tatas, coches de caballos y estética de domingo. Es un entreé de mundo hermético al aire libre que comienza un relato de amor endogámico a tres bandas.

Conchita Montes hace de sí misma, aristócrata obsesionada por la juventud, que se pasea abanicándose ante las miradas del mundo que no vemos para terminar sublimándose en privada diosa griega para ser disfrute de un baile privado de dos amores: su marido Alberto Closas, carisma del cine patrio y Rafael Alonso, la voz de la ortodoxia protectora, la entrega a la causa de la amistad y un amor que dejamos en platonismo y que la crítica posmo ya se ocupará de vulgarizar. Ante la juventud eterna de su diosa compartida, ambos amigos se conservan coleccionando insectos, manufacturando una eternidad de fósiles que evita la descomposición sacrificando, vaya, el movimiento.

Pero el tiempo pasa cruel en planos de arboles del Retiro a verticales cipreses. Las diosas no son permitidas envejecer y desaparecen jóvenes con finale de drama y enfermedad para que un nuevo Retiro, este con proletariado y militares chusqueros, traiga el esperado eterno retorno de la tercera generación. Los amigos, ya caducos y cascarrabias, se siguen sostienen en el recuerdo y en los insectos, cambiando en un último esfuerzo inaudito la decoración del desván hacia lo de siempre, pensando en castillos de Lampedusa, Gatopardos míos que resisten a morir aunque haya que decorar la casa de muertos.

Y la diosa vuelve a bajar por las escaleras con su túnica perturbadora resucitando a los viejos en otro baile privado y con champan para forzar en una trinidad esa inmortalidad pagana y circular de un eternoretornismo madriles y limpio.

Sale el Fin, casi abrupto para encender las luces y el mas acá, continua en la Plaza de Antón Martín entre tabernas de personajes que entre calles de letras desembocan en un paseo de Neptuno a Cibeles, nuestro foro antiguo. Se va haciendo la calma hasta que subiendo hasta la Puerta de Alcalá me detengo escuchando la música que sale del Retiro en estas horas inmortales donde se pasean fantasmas en carros de caballos de época.

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