No despeja el cielo en mi paseo por Gran Vía. La hora del Ángelus me encuentra equidistante entre la Victoria y Nuestra Señora. Elijo la opción católica y en el fondo del templo un sacerdote español, del otro lado del hemisferio, enfatiza con acento citando a San Agustín el combate que llega. El tiempo se hace redención en el campo de batalla y se engorda en bloques de cuarenta eternidades, creando un exceso de espacios de guerra contra un enemigo al que se combate con tres armas. «Conviértete y cree en el evangelio», remata mientras nos recuerda nuestra condición derramando ceniza sobre el cráneo.
El mundo sigue gris, pero el viento madriles ya danza a ritmo de redención intentando quebrar el cielo hacia la esperanza de una jornada que se va iluminando camino de la Florida.
 
 
Allí llevamos flores peregrinas al rey de los pintores, reposado entre custodia de ángelas. Al espíritu que ha labrado a pinceladas ese terreno pedregoso desde la psicología a los rayos x de un pueblo. Goya descansa entre sus fantasmas y, tras unas plegarias sentidas, una tribu orante de exceso se levanta de sus tumbas para salir al paseo y encender puros entre chisteras y capas impecables. Un grupo de mujeres se esconden tras el enrejado de su dolor llorando desconsoladas por el alma de una sardina.


Siempre sale el sol en este rito, un sol pintado en naranja, goyesco, resabiado y canalla para inaugurar una romería de caos, estandartes y ataúdes mínimos donde se llora como se ríe y se ríe por no llorar.
Tras pasar el puente entre el caos, se alarga una vía de tabernas donde las máscaras hablan solas y una mujer tímida llega de la iglesia con su cruz de ceniza en la frente, contraste de exceso en el contraluz de la taberna. Los hombres de capa destellan símbolos de plata mientras  abandonan la procesión para pedir licores en vasos de plástico. Salen apurados de nuevo para quemar antorchas que iluminan el rezo del más veterano en responsos sobre las páginas amarillas de un amarillento libro.
 
 
Las calles desaparecen y la M30 presenta un tráfico asustado que desciende la velocidad ante la extraña cabalgata de nómadas iluminados por antorchas que buscan el monte entre gritos. La estrafalaria compaña se adentra en el bosque interior para abrir fuego, hogueras de redención, donde saltan sombras de niños ágiles disfrazados de adultos y espíritus viejos aniñados. Se llora con más fuerza hasta la histeria, se apuran los rones y chupitos y la fogata ilumina rostros para enseñar la exacta realidad que dan las máscaras, verdad purísima que solo reside en la pose y el disfraz.
 
La sardina ya descansa en la tierra, el bosque se está apagando y regresamos por el túnel apenado hacia las consoladoras tabernas que celebran la abstinencia en bocatas de jamón.
 
El pueblo celebra el inicio de Cuaresma.
 
 

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