Se terminaba quemando abril en Neptuno efervescente rodeados de furgones y mantras colchoneros. A la hora bruja, sin avisar, se dejó de iluminar al dios dando comienzo a un Mayo festivo, puente largo en Los Madriles. La noche se prolongó en presente absoluto dando amanecida a un día de fiesta en rojo laico donde la ciudad se enlazaba entre manifestaciones repetitivas.
Se terminó la realidad caliente del fútbol para renacer entre bostezos y gritos sepias. Había mas pueblo en Neptuno que en las tres manifestaciones que, con la excusa de portar en andas el mito del trabajador, se procesionaban perdidas por Madrid. 

La oficial de los lobbies oficiales terminaba en Sol, la acracia desde su aire alegre y libertario en Atocha y la vertical-nostálgica invadía Olavide. Tres movimientos sin brillo comparadas con las grandiosas movidas que acostumbra la capital en diseño a 6 columnas, asamblearias, que asaltan congresos desde su caballo de Troya cantarín para expulsar capuchas hiperactivas de forjas y aceros a la hora del parte. Esta primera mañana de Mayo queda deslavada en su cansancio prematuro y deja una nostalgia de misa de un San José obrero festivo y más lúcido.

Pero llega la tarde desde sms renovados para citarme por los rincones sacros de Manuela Malasaña, entre tascas madriles de pila antigua y vermout de grifo, barrio de Maravillas. Se fusiona el mundo en dos mujeres, Rosa y Manuela, invadido por terrazas rebosantes de personal comiendo pizzas y gin tonics rococós a la sombra de una plaza de un 2 de Mayo permanente que refleja el pueblo mártir.

Y se hace viernes como ayer, entre penumbras y sin avisar, en un presente que de absoluto se hace continuo en brindis y confidencias susurradas a media luz para terminar brillando en nuevo día camino de la fiesta.

Jornada que se abre en la Estación del Norte, blanquísima fantasmal, puerta grande de la tribu astur que invadía el centro de la piel de toro allá en el siglo XX con maletas de madera, nostalgia bable y sidra en botella verde. Entraban por aquí refundando la ciudad con manzanas y aposentarse en monumentos, como el gran Mingo, parada obligatoria con sus colas de japoneses para comer pollo con sidra.

Saludo al Maestro Goya en su pedestal. A su espalda corre la ribera del Manzanares, delante de su mirada la ermita más bella de Madrid, San Antonio de La Florida. Estoy en mi mundo en el mejor día, bajo el sol me reconozco y me arrimo a rezar entre ángelas custodias del maestro – Los españoles brillantes se rodean de ángeles con sexo, bula de genios –

A la salida el sol se verticaliza para iluminar el sendero entre dos ermitas que conduce al campo santo. Un puente sostiene borrachines bajo el teleférico, que pasan resacosos hablando solos en terrible nostalgia de conversaciones pendientes.

 

Al otro lado de los raíles me esperan los héroes entre goyescas y trabucos. El honor de la historia se viste de flores mostrando dos cerámicas que van de los fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pio del 3, con llama eterna a los caídos, a los desenterramientos en la Florida del 12. Entre medias, el silencio de días de purgatorio napoleónico para dar ejemplo a este pueblo que no sigue ejemplos.
Cuarenta y tres españoles me observan desde un cielo trabucaire y macho: de albañiles a comerciantes pasando por artesanos y empleados de hacienda. Un resumen de la patria en un palmo de terreno con forma de patio castellano.
Me lo cuenta José Luis con emoción desde su “Sociedad filantrópica de Milicianos nacionales Veteranos”. Se lo agradezco  y nos saludamos hasta el 12 a las 5 de la tarde.
Salgo a la vida, Paseo de La Florida, hora del vermout. Paseo con cadencia recordando el Entierro de la Sardina en este Madrid inabarcable y cada día mas nuevo, por mas eterno.

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