Creo que tenía algo de fiebre. Es esa sensación de agotamiento que me hace dormir a intervalos entre sueños oblicuos. La persiana está bajada, ya es tarde y la luz se filtra rebelde por las rendijas para gritar que es San Isidro.

 

Y es que han sido dos patrones en una semana: San Pedro Regalado en la capital del Imperio y San Isidro labrador en la del Reino. Una semana de santidad castellana y toros, de fiestas entre semana que siempre desconciertan, como los cambios de temperatura entre ciudades que han provocado que esté postrado en el lecho. Entre los ángeles de Isidro y las ángelas de Goya me levantan de la cama, preparo mi mochila y me arrojo al mundo.

La línea 4 llega efervescente para contrastar la soledad dominical de Lagasca. Una población errante nos asalta en la Alonso Martínez para que terminemos saliendo todos expulsados en La Latina. No hay nada como la velocidad del mundo para despertar y ponerte en forma. En Madrid hay una permanente transfusión de vida que resucita todo. La calle bulle de fiesta, elegante de claveles, pañuelos blancos y guirnaldas, mantones de manila entre colores de contraste azul cielo. Entre la multitud seguimos las notas del himno nacional que nace de la iglesia y viste a Santa María de la Cabeza que ya sale aplaudida.


– Será labrador pero aquí ya era rico. ¡Vamos Isidro!

Lo dice a mi espalda un castizo con voz de sabiduría on-the-rocks, acentuada como si estuviera en la verbena de La Paloma. Está como un pincel y le rodean guiris con gesto euroescéptico. El sol va cayendo haciendo crecer claveles y la corriente nos lleva en dirección a la Plaza Mayor no sin antes empujarnos sutilmente a hacer una parada en la barra de Casa Paco para saborear una caña – lo que en Valladolid es un corto- ante la mirada transversal de Manolete, con pose tan santa como Isidro pero en místico, en la pared simbólica.

Una familia baila el chotis en la zona haciendo que el mundo se explique en un palmo de terreno. Ese mundo que se refleja en el televisor con un último toro en Las Ventas. Va hacia tablas el morlaco y muere inadvertido entre vermouts de grifo y gramolas de fiesta. Los guiris siguen bebiendo alucinados tras los escaparates del mercado de San Miguel y yo me lleno de Plaza Mayor enfocando a un santo que intimida a un Felipe III fuera de sitio.

Tras los ángulos sigo camino de Sol y la fiesta se hace laica al ver banderones republicanos y estrellas internacionales intentarse entre los colores rivales de los equipos locales. Manifestantes otoñales y gritones dan la vuelta a la plaza en otro chotis conjunto a ritmo de internacional hasta casi chocarse con reivindicantes palestinos que explican su drama a la sombra de Carlos III.

El personal sigue cayendo a golpe de multitud desde calles cercanas y todo Sol es un mercado de raperos, faquires, carteristas y compradores de oro. Retorno a mi camino y me topo con Rouco haciéndose fotos como una celebridad con fans cercanos a la bella iglesia de San Miguel.


La noche cae, y con ella mi ruta se ralentiza hacia Tirso de Molina con sus terrazas y yonkis. Quiero cenar callos, la mejor cena para dormir ligero, y la senda se dirige hacia el multiculturalismo de Lavapiés. Esquivo kebabs y comida india y entre carteles contestatarios y utopías en la pared, encuentro una tasca hispana.


Un bombardeo de artificio fin de fiesta llega desde Retiros dejando una estela en el cielo, aurea de verbena, ensoñación de otras fiestas. Es la hora de retorno entre una luna voluptuosas que está entre los deseos de Calígula y la corona de Neptuno.

La fotografío a tiempo de que se apaguen las luces. La ciudad se va apagando y ya solo la señá Cibeles se deja bañar nocturna en blanco. La fiebre ha desaparecido y los ángeles de Isidro y este menda seguirán currando mañana viernes.

Madrid lo cura todo   

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