“Cuando el veneno entra en mi sangre, mi cerebro es una rosa”.
La primera vez que supe de él fue, como para muchos de mi generación, en el documental «El desencanto» de Jaime Chávarri.Desde la pantalla en blanco y negro de una Astorga sepia comenzaba con una familia de títeres, aplaudidos por vecinos locales, sentándose en la plaza mayor para inaugurar una estatua del padre, el gran poeta Leopoldo Panero. La película «de máscaras», según el propio director, nos lleva por la confesión de unos hermanos rotos por diferentes costuras, entre la mueca y la sobreactuación, escuchados desde una distancia gélida por una madre inútil, bellísima y hueca, de pelo blanco y porte aristocrático.
Comenzaba narrando Michi, un mito en LosMadriles de la época, dirigiendo una ópera en duetos con el hermano mayor hasta quebrar el plano, desde el casetón familiar a la barra de una tasca. Allí un tercer hombre, personaje magnético con acento forzadísimo de oveja roja y dandy nos explicaba con ronquera lumpen un conjunto de desgracias.Era Leopoldo, el más roto de todos y el que portaba también más talento y sensibilidad. El sumun de la farsa mascarada, que tenía algo u mucho de verdad, quizá todo, aparece en conversación acusatoria con su madre por ingresarle en un manicomio ya que prefería «a un suicida que a un drogadicto». El protagonista de la peli, en todo caso, es la presencia omnipotente del padre ausente, cuyo plano de su estatua embalada debe pasar a la historia del cine español.
Tras esa cinta, seguimos la carrera de Leopoldo María creciendo hacia el ocaso entre una ruta de sanatorios psiquiátricos donde hacía traducciones, ensayos y poesía destilando en agua cristalina sus pozos negros. La poesía como redención, terapia para nada. Publicó bastante y salía de vez en cuando al mundo virtual en crónicas marciano-dantescas, negros-sobre-blanco dragonianos y hasta el gran Bunbury hizo un documental con él. En las tertulias hablaba solo desde su inmanencia mezclando el francés con metáforas ininteligibles, diarreas sublimes de hogueras interiores mientras interrumpía de repente para pedir permiso para hacer pis por razones de incontinencia, o quizá aburrimiento.
Yo siempre le he comparado con Antonín Artaud físicamente y con la pose de Baudelaire, eterno Mallarmé que compartían a la desesperación como una Beatriz dantesca. Leímos a todos estos cuando la vida quería ya rebosar las antesalas del mundo con un respeto reverencial a la locura, a la verdad bella y autista que porta eso que se llama “malditismo”. Vocablo este peligroso, refugio de tanto mediocre que usa como coartada para justificar que no vende sin ser consciente de que no sabe expresar su nada. Escribir es tarea dura, que decía García Márquez, y más allá del silencio de las heridas que dirigen al ocaso se agradece, se valora y se respeta que alguien venga y diga qué es lo que hay.
Y lo que hay será él mismo, claro, el autorretrato hermético de aquellos que decidieron dirigir la vista a las tinieblas, dilatar las pupilas al horror y quedarse a merced de sí mismos en verso vivo. Nos ofrecerán el sol de medianoche, las lunas de los días negros, la trascendencia inmanente que resulta de hacer música con los acordes fatales que portan los gritos de psiquiátricos con eco perpetuo.

Gracias, Leopoldo, y ahora sí, amigo, por fin, descanse y si puede ser en paz, mejor.

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