Todo es liturgia. Desde la ofrenda a los dioses hasta el sacrificio de la carne todo se ejecuta en la belleza de un orden sagrado. La Matanza del Cerdo, en prosa llana, encierra una tradición de pueblo y familia, cultura y supervivencia contada y sobre todo, entendida, desde la Liturgia del más acá: el idilio permanente entre la vida y la muerte.

– “En la casa de LAndrea a las 10. No lleguéis tarde.”

El camino hacia La Parrilla se va blanqueando con un sol de invierno. Es un sol de nieve, un sol existencialista. De esos que salen en las películas de Bergman para iluminar suecos tristes ebrios de vodka y nihilismo Pero esto no es Suecia. Esto es la Meseta y nosotros estamos contentos, jugamos con la nieve y nos disponemos a matar a un cerdo en casa de

La música de Mocedades mece el coche: “Aire-era-su-nombre-si-me-dijo- la-verdad” y el termómetro marca menos 5.

El teléfono móvil suena para advertirnos:

– “Cuidado por las placas de hielo al final de la cuesta y a la entrada del

Sin embargo no hay tanto hielo como se anunciaba. La nieve cruje bajo nuestros pies y vemos a féminas Mesetarias salir de sus casas santiguándose. Se colocan las bufandas con cuidado y dilatan las pupilas mientras pasamos a su lado. El frío se intensifica, es un frío que corta digestiones, pero como no hemos desayunado estamos tranquilos.

– “Muy buenas.”

Repartimos besos a LAndrea y LaLuisaMari y pasamos a saludar a los maestros de ceremonia que gastan mono azul y sonrisa franca. El patio es amplio, la cochinera está al fondo y veo una silla pequeñita de madera para niños. La manguera se ha helado y hacen un pequeño fuego con pajas para intentar sacar el hielo en trozos.

Los inquilinos de la cochinera se levantan recelosos ante nuestra presencia y comienzan a agitarse nerviosos, con su mirada pequeña y rosa, asoman su hocico por la minúscula ranura y alzan su expresión.

Un cuarto hombre aparece por la puerta del corral. Viene casi vestido de astronauta pero en color fosforescente y sin casco. Trae tres cuchillos y tiene los dientes mellados. Nos saludamos. Me coloco en posición y los maestros se dirigen a la pocilga. Los sonidos se incrementan y ElCharro recoge el gancho que había dejado en la mesa. El altar para el sacrificio está esperando ahora en el centro, madera desnuda, trono que añora energía en acción. El sonido se eleva hasta adoptar un tono trágico y todo se inunda con acordes del instinto y de la muerte, la melodía asimétrica de la supervivencia. La nieve, ignorante y coqueta, cae graciosa sobre el patio.

Los maestros del mono azul lo tienen por fin controlado, el animal lucha y casi escapa en evasión digna, pero termina atrapado y confuso entre una soga y brazos de hombre. Su mirada se oscurece quebrada hacia un horizonte último, obligado por el gancho.

La estocada es certera. El astronauta en un movimiento invisible para mi máquina fotográfica abre el manantial y la vida se explaya en rojo intenso, burbujeante y visceral sobre la cazuela que sostiene LaLuisaMari. Ese flujo de vida y rabia se revuelve diligente con la cuchara.

– “No hay que dejar que se coagule!”

El animal sigue luchando mientras sigue perdiendo sangre. El gancho le obliga a torcer el instinto en los últimos momentos de su biografía y todo es una confusión de pezuñas, manos, ganchos y clicks de cámara. La nieve se sigue posando inadvertida sobre un volcán de sangre y los gemidos de la muerte se confunden con los gritos del esfuerzo.

– “Hasta cuando hay que revolver la sangre?”

– “Hasta que el cerdo muera.”

Y expira la bestia entre la nieve. El gancho se relaja y el músculo se estira. Un cuerpo descansa eterno tras la batalla. Se hace un silencio breve, e intuimos pasar a un ángel raudo recoger un luto anónimo. Se rompe la pausa con gritos de entusiasmo cuando ElMiguel aparece sonriente con la botella del anís.

– “Chupito para todos!”

Nos repartimos vasos y se brinda.

Todo de un trago y vuelta a la tarea. Se retira el cuerpo del altar de madera y el suelo de patio castellano se cubre de pajas. Bien rebozado de naturaleza, el fuego brota redentor para cambiar el aroma. Es un incienso carnal, tostado y purísimo. El patio se convierte en hogar y hasta por un momento nos olvidamos de las temperaturas y de las manos rojas que han perdido sensibilidad con la cámara. El fuego avanza, rodea y barniza a la bestia con tostadez de invierno. Una vez consumido se da la vuelta y se comienza el proceso quedando un todo chamuscado entre la nieve.

– “Límpiale bien las orejas”

El agua se funde con la sangre y los maestros de ceremonias se afanan en la higiene. Nos explican que en algunos sitios se hace con tejas. Estos artistas trabajan con unos maderos que tienen insertados chapas de refresco. Igual da, pues la limpieza es impecable.

El sabio astronauta se convierte en cirujano y los canales se abren ante un sol que reaparece. Los ganchos conquistan el cuerpo del delito y en izado musculoso se erige el trofeo de la carne. Es ya el alimento que se gestionará como oro para los inviernos de la Meseta en llamas.

Todo ha quedado encuadrado en mi cámara y mi mano está congelada con un tono que empieza a ser amoratado. Nos vamos al salón y LaLuisaMari me ofrece un chocolate junto a la estufa de la cáscara de piñón.

– “Ten cuidado porque en unos minutos la estufa te echará de aquí.”

Y tiene razón. Me separo al poco tiempo antes de comenzar a arder. Ribera y torreznos. Chocolate y chupitos. Brindamos por la labor cumplida mientras el cerdo descansa colgado y abierto en un patio mesetario de nieve y pintura blanca.

Antes de irme hago los últimos planos generales del patio y observo que la silla pequeña de madera tiene unas gotas de sangre.

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