Era el año 94. Faltaba un curso para acabar la carrera y uno tenía la oportunidad de solicitar las casi recién estrenadas Becas Erasmus para estudiar en Europa. Se mandaba el CV al Departamento de Internacional junto con las tres opciones de los países a los que se quería ir. Yo elegí Roma como primera opción y después dos universidades inglesas. Estas últimas eran las más demandadas ya que un economista debería saber inglés – el latín de la modernidad y los negocios – y en la facultad no lo hablaban ni los catedráticos.

Como yo soy un tipo de temperamento clásico y pragmático me dije que era mejor pasarse un año en la ciudad eterna ya que el inglés se terminaría tarde o temprano aprendiendo -luego desarrollé la parte más importante de mi vida profesional entre anglos en los dos islas british, actually…-.

Fuimos a Roma sin saber la lengua ni percibir un duro de la beca. No se realizaban pruebas de idioma y la cuantía de la beca entonces, no me acuerdo exactamente, pero era realmente escasa y un esfuerzo económico importante para la familia. Me parece que se pagó hacia mitad de curso, por lo que no se podía ni siquiera planificar un presupuesto con ella.

Al llegar a la capital del Imperio, el caos de la ciudad acompasaba al de la Universitá «La Sapienza», nombre de por sí sublime. Había un curso de lengua para extranjeros donde no quedaban plazas y tuvimos realmente problemas para ser admitidos en la últimas clases. En realidad esto no era un problema porque yo ya sabía algo y pensábamos que el italiano no es otra cosa que un español cantado que termina en vocal y que se habla gesticulando. Además, entre aborígenes mediterráneos nos terminamos entendiendo todos. (Esto anterior es una boutade, claro, pero que no es tan falso como parece, ojo). En todo caso, insisto, la lengua se aprende siempre con novias de la tierra de acogida y punto, es el «amor como fuente de conocimiento».

Cuando uno llega y ve el panorama ya se sabía que iba a ser un año especial. Había dos posibilidades: quedarte con los españoles y extranjeros en perpetua movida o cortar por lo sano ‘e diventare un’italiano’. Lo normal es lo primero, claro, y es donde el famoso programa Erasmus creado para compartir entornos europeos se convierte en el castizo Orgasmus de juerga continua. Yo la verdad es que pasé mucho de los compatriotas. Me fui a compartir un piso en La Appia Nuova con dos sujetos de Milán y Torino – se sentían mas extranjeros en Roma que yo, por cierto – y posteriormente mejorar mi italiano con sardas y sicilianas.

Me perdí el Orgasmus multicultural de extranjeros en busca de juergas y lo agradecí. Viví como un italiano, pensaba como ellos, entendí -hasta cierto punto- la forma de pensar del país mas extraño del mundo, conocí un poco del poder Vaticano y encima en «La Sapienza» me felicitaron como el mejor estudiante extranjero que había pasado por ahí. Se aprobaba a todos los extranjeros con un 18 – el 5 español – y valoraban mucho los profesores que alguien se tomara en serio su asignatura.

Era de los primeros años pero ya se veía cómo se iba a desarrollar y lo que podía pasar. Así, lo que he seguido más o menos de cerca en las universidades de otros países es que se ha convertido en una orgía de año sabático que se debe plantear si funciona o no.

Al final todo depende de uno mismo, claro, pero el problema real no es la beca (siempre insuficiente), ni el Programa de estudios en Europa ni incluso la actitud personal.

El gran problema es ser consciente y ver en qué se ha convertido esa maquinaria fabulosa llamada Universidad. Algo a lo que todo el mundo cree que debe ir -aunque no se sepa para qué- donde la vocación intelectual de búsqueda de la verdad y el desarrollo está cada vez más quemada y las líneas de enseñanza son prisioneras del cáncer de la ideología de turno.

Ese es el tema.

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