Me dicen que se le puede encontrar en La Prosperidad. Hace apenas unos años se le podía ver en Madrid en cada esquina, en estos días de Santos y difuntos. Pero las cosas han cambiado. Nos han dado calabazas con muecas de importación para destruir uno de nuestros mitos más arraigados y complejos. Don Juan desaparece entre zombis y farsantes mientras doña Inés se convierte en bruja. Es la decadencia de nuestros mitos eternos por la vulgar efervescencia de la nada.Pero en Prosperidad se sigue resistiendo a esta decadencia. Decadencia y prosperidad son términos que se acompañan, pienso mientras camino por Príncipe de Vergara: la primera palabra describe una caída que no acaba de ser mortal mientras que la segunda aspira a un progreso que no acaba de ser triunfal. Entre esas dos tensiones me acompaña un sol vertical y la calle va perdiendo el maquillaje del Barrio de Salamanca. López de Hoyos rompe la cuadrícula en una diagonal para indicarme la frontera del nuevo Barrio.

La Plaza que da nombre a la zona tiene ociosos en el parque a la sombra mínima de un oso y madroño conmemorativo del 160 aniversario de la zona. Hay una arquitectura de ladrillo que contrasta con un edificio en demolición envuelto en malla rosa. Parece, sin duda, un escenario del castillo sevillí de Don Juan que se quiere retirar, o quizá que se vuelve a estrenar. Paso bajo las letras desvaídas de un mercado y desde una frutería me observan unos ojos burlones: una calabaza camuflada entre naranjas me vigila. No hay forma de deshacerse de esta farsa.

Malhumorado me meto entre calles estrechas sin ruido hasta una gran avenida en la que sale gente triste. Salen de un edificio gris que pone Registro Civil y que no quieren que se privatice. Aquí se hacen bodas modernas al estilo del entorno. No me extrañan que duren tan poco. Lo ignoro casi corriendo y un rótulo de un periódico nacional y poderoso aparece borrado de la pared. Madrid es una ciudad que borra huellas e inventa caminos sin parar.

Es hora de tomar un vino y busco tascas de las que me gustan a mi, como la «Hostería del laurel», vamos. Rehúyo como puedo todos los bares posmodernos con adornos de brujas, telarañas y dos-por-uno y me tengo que escorar hacia el final de la avenida en una terraza de una plaza muda.

La camarera sonríe en ucraniano y me quedo frente a las carteleras del cine que tengo delante. Son seis salas y todas están en blanco. El Cine Morasol me observa en silencio ofreciéndome el reflejo del parque. Su nombre de verde digno se mantiene en lo alto mientras la soledad que desprende su cartelera absorbe el reflejo de la plaza.

Apuro el segundo vino y a mi izquierda se estrecha el mundo. Tiene que ser por aquí. Tras pasar por el entrañable rostro de «la Botica de mi abuela», contrasta un escaparate de corsés rojo-fatal con diademas de vampiresa. En una ventana una mujer hace equilibrios con medio cuerpo fuera limpiando los cristales y en el piso bajo una peluquería en quiebra de cartones muestra la foto de una rubia en sepia. En un instante he visto cuatro modos de mujer y ninguno es Doña Inés. O quizá es todas, no se.

Lo que si se es que no hay ni rastro de Don Juan y estoy a punto de desistir.

Paro y vuelvo la cabeza. ¡Me lo había pasado! Esperaba ver un teatro con columnas e ignoré este. Al lado de un portal anónimo aparece sencillo el Teatro Prosperidad, como el teatro que encuentra al Lobo Estepario en su deambular de pensamiento y tabernas. Este es el lugar para encontrarse. Sonrío, aquí desaparece por fin este mundo de confeti y calabazas y mientras camino a su interior un rumor se va haciendo fuerte:

«¡Cuán gritan esos malditos, pero mal rayo me parta si en concluyendo esta carta no pagan caro sus gritos!»

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